Cuando llegamos a la línea de los treinta años y particularmente en estas
fechas del día del padre, uno tiende a recordar los momentos que marcaron la
relación con nuestros padres. O en casos como el mío, nuestra “geekes”. Porque
mi papá es más
geek que yo. Tal vez los asiduos a esta columna o quienes me conocen
personalmente desde hace tiempo no puedan creerlo, pero les aseguro que es
verdad. Mi papá es más geek que yo y posiblemente gracias a él desarrollé mi gusto por los comics
y las películas de género fantástico.
El primer recuerdo de esta naturaleza que tengo de mi padre es cuando
trabajaba en su máquina de pirograbado, realizando llaveros y otros trabajos en
piel imitando a los personajes de Mafalda u otras caricaturas. Recuerdo muy bien
lo detallado de su trabajo, el olor de la piel quemada y el humo que despedía la
máquina, lo que finalmente terminó afectado su salud y tuvo que dejar de
hacerlo.
Mi padre es un gran coleccionista de comics y el Hombre Araña es su
favorito. Tiene la colección más grande que he visto de comics publicados por
Novedades, durante los años 70 y 80. Cientos de ejemplares que no diré que
están en perfecto estado, pero sí serían la envida de los coleccionistas más
acérrimos. También coleccionó comics de McDivisión, de Novaro, ejemplares en inglés
(mi primer acercamiento a este idioma) o la edición nacional de Conan el
Bárbaro que publicó Novedades y le fascinaba sobremanera, tanto por el arte
como por la traducción de Martín Arceo, con quien tuve gusto de trabajar años
después, descubriendo entonces que él y mi padre compartían un mismo nivel de
afición respecto a Conan.
Durante muchos años detesté a los Beatles por culpa a mi padre, quien no
parecía escuchar otra cosa y pretendía que yo también compartiera su mismo
gusto, en ocasiones tratando de inculcármelo con calzador. Durante muchos años
me resistí hasta que, por mi propia cuenta, recuperé la razón y abandoné mi
actitud “Manolesca”.
De mi padre adquirí la costumbre de guardar cualquier cosa bajo el precepto de que todo sirve para algo: posters, carteles, herramientas, juguetes, etc., hasta que llegábamos al punto inevitable de que era necesaria la limpieza general, la cual era un suplicio por no saber qué tirar.
Mi padre también es el mejor imitador del Pato Donald que conozco. Todos
los primos, sobrinos y nietos siguen pidiéndole a la fecha que les hable como
Donald, y cuando lo hace los adultos pensamos que fácilmente hubiera podido
quitarle el trabajo a quien fuera que hiciera esa voz en español actualmente.
En los juegos de mesa es un gran aficionado al Maratón Clásico (no las
versiones diluidas con preguntas de opción múltiple, por favor) y del turista,
donde, al igual que yo, no lo he visto ganar un juego en su vida. No por eso lo
disfruta menos.
Sin duda los mayores momentos de “freakes” que pasé con mi padre fueron
en las salas de cine. Viviendo mi infancia en la zona centro de la ciudad y teniendo
las mejores salas de la ciudad a golpe de calcetín, era obligado ir al cine
cada semana para llevarme a ver Dumbo, El Regreso del Jedi o Robocop, a pesar
de que mi madre decía que algunas de esas películas no eran aptas para mi edad.
Entonces se hacía patente la complicidad entre mi padre y yo para guardar el
secreto. Una vez me llevó al Cine Teresa para una función doble de “Alien” y “Aliens”,
una detrás de la otra y yo contando apenas con diez años de edad. Los fines de
semana que no podíamos ir al cine eran para pasarlos en casa, viendo a Jason o
a Freddy descuartizar gente. De mi padre aprendí la sagrada técnica para meter comida
ajena al cine y de la cual ya hablaré en otra ocasión.
Recuerdo en especial la ocasión que fuimos un miércoles a ver Robocop 2,
donde, al terminar la función, el público pudo ver una discusión insólita entre
padre e hijo, donde el segundo ya quiere irse a casa mientras que el padre,
aferrado a su asiento, desea quedarse para ver la película otra vez, en
permanencia voluntaria.
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