Un Fantasma |
UN PADRE NUESTRO Y UN
AVEMARÍA
Ángel Zuare
Hay cosas viejas que nunca envejecen, porque siempre conservan no
sabemos qué de sencillo y original.
Luis González Obregón, Las Calles de México
Durante muchos años la zona
centro de la Ciudad de México fue considerada altamente conflictiva por el
flujo descontrolado del comercio ambulante y su falta de infraestructura, lo
que se reflejaba en sus calles descuidadas, su alumbrado público abandonado, su
transporte público y trafico deficientes y la inseguridad, que aumentaba al
caer la noche.
Todo lo anterior había afectado
el comercio y el atractivo turístico de la zona, por lo que, cuando se separó
el gobierno federal del capitalino, lentamente el último proyectó el llamado rescate del Centro Histórico. Durante
los años siguientes, tras la remoción del comercio ambulante de sus calles, la
iluminación, el tránsito, la seguridad y otros aspectos fueron refinándose con
el objetivo de crear una zona de alto atractivo turístico.
Desde entonces, el centro de la
Ciudad de México ha vuelto a ser una zona donde la gente puede pasear a altas
horas de la noche, en soledad o en compañía, para disfrutar de un café o cenar
antes de entregarse a la vida nocturna. O simplemente para tomar un refresco
sentado frente a un zaguán cerrado, junto a una tienda de conveniencia de 24
horas, viendo a la gente pasar y poniendo especial atención en aquellos que
andan solos. Particularmente en uno que, desde hace más de una hora, permanece
de pie, en la esquina de la banqueta, con la mirada baja y oculta bajo un
sombrero fedora y los brazos cruzados sobre su saco de color gris carbón, de
solapas anchas.
Rodolfo se levanta y deja a un
lado la botella del refresco que ha estado bebiendo al pie del zaguán. Busca algo
en un bolsillo de su chamarra mientras se acerca al hombre, quien no se ha
percatado de su proximidad hasta que Rodolfo habla:
-¿Un cigarro, amigo? Parece que
le hace falta…
El hombre voltea y baja la mirada
a la cajetilla que Rodolfo le extiende. Dudando un momento, finalmente toma uno
y musita un agradecimiento. Rodolfo saca de la misma cajetilla otro cigarro y
el encendedor y, mientras le acerca la llama al hombre, protegiéndola con su
mano de las frías corrientes de aire nocturno, pone especial atención a la
forma en cómo el sujeto observa con interés el cigarrillo, juguetea con él un
segundo y relame sus labios antes de colocarlo en su boca y recibir el fuego. Mientras
Rodolfo enciende el suyo, no deja de poner atención en aquel hombre y en la forma
en como aspira el cigarrillo y exhala el humo, casi mecánicamente, mientras su
mirada se pierde de nuevo en la profundidad de las calles que interceden en esa
esquina.
-¿Esperando a alguien?- pregunta
Rodolfo entre bocanadas de humo.
-Si… No... A nadie en especial…-
respondió el hombre de forma entrecortada, con su mirada aún perdida en las calles.
–Hay mucha gente…- añadió. -Demasiada.
-Debería ver cuando hay concierto
gratuito en el Zócalo- comentó Rodolfo. –No es de por aquí, ¿cierto?
-De España… Pero vivo en la
ciudad…
-¿Desde cuándo?
El hombre intentó responder, pero
en cambio dio la impresión de que algunas ideas tropezaron en sus labios al
salir. Todavía dándole la espalda a Rodolfo, volteó hacia la más solitaria de
las calles que cruzaban en esa esquina. –No conozco esta calle- susurró…
Rodolfo dio un rápido vistazo a
su alrededor, asegurándose que nadie estuviera muy cerca de ellos. Se acercó un
poco a aquel hombre mientras hablaba: -Si está perdido no se apure, yo lo ayudo…
Sólo dígame en qué calle vive.
Nuevamente el hombre quiso
responder, pero en cambio permaneció en silencio y la boca entreabierta. Rodolfo
se acercó un paso más. -¿No recuerda dónde vive?
-Sí, en… No reconozco esta calle…
-Han cambiado mucho. Pero no se
preocupe, yo puedo ayudarlo- Rodolfo extendió su mano lentamente para tocar el
hombro de aquel sujeto. –Sólo…
-Buenas noches- susurró el hombre
antes de echar a andar rápidamente hacia el fondo de la calle más solitaria,
dejando a Rodolfo con el brazo extendido mientras lo veía caminar velozmente,
pero sus piernas, cadera y hombros parecían moverse en ritmos y direcciones
distintas. Lo siguió con la mirada para asegurarse de no perderlo, mientras
revisaba de un vistazo su reloj de pulsera. Lanzó un bufido de frustración al
ver la hora que era y dejó caer de sus labios la mitad del cigarrillo, pisándolo
con la punta de su bota derecha mientras empezaba a caminar. El cielo nocturno
comenzaba a nublarse.
* * *
Avanzó hasta que la luz de los
faroles y anuncios de neón dejó de lastimar sus ojos y el cigarrillo, que no le
sabía a nada, se consumió en sus labios, dejando caer la colilla al suelo. Llegó
hasta el portón de una vieja vecindad abandonada, cuya fachada estaba cayéndose
a pedazos desde hace años. Se recargó en la pared junto al portón, abrazándose
a sí mismo para mitigar el frío nocturno.
Pocos minutos después, desde un
extremo de la calle, vio una figura aproximarse hacia él, apoyándose en la
pared, en los postes y en donde su ligero vaivén se lo permitiera. El hombre
del fedora llevo su mano al interior de su saco y esperó a que la figura, un
hombre robusto, ataviado en un overol azul y ligeramente embriagado, se acercara
lo suficiente para salirle al paso:
-Perdone usted, ¿sabe qué horas
son?- le preguntó con una voz profunda y una expresión mordaz asomándose entre
sus labios. El hombre le miró un segundo, ligeramente aturdido. Luego bajó su mirada
a su reloj de pulsera: –Pos… Orita le
digo… Apenas son las…
-No responda- dijo una voz tras
ellos. El hombre del fedora se dio vuelta para ver quien estaba acercándose a
ellos, con las manos dentro de los bolsillos de su chamarra negra. El mismo
sujeto que le había obsequiado un cigarrillo minutos antes y quien sólo dio una
orden: –Váyase.
El hombre de overol estuvo a
punto de alegar, pero antes de poder decir cualquier cosa Rodolfo lo calló abriendo
un lado de su chamara, dejando entrever la culata de una pistola asomándose de
una funda bajo la axila. El hombre dio unos pasos hacia atrás, antes de recobrar
suficiente fuerza y equilibrio para correr en la dirección en que venía,
mientras las primeras gotas de lluvia empezaban a caer.
El hombre del fedora encaró a
Rodolfo con una mirada firme y una voz que resonó a lo largo de la calle. -¡¿Cómo
se atreve a interferir?! ¡¿Quién se cree usted?
-Ya es suficiente, Juan Manuel… Esto
debe parar- Rodolfo dejó oculta de nuevo la pistola bajo su chamarra y se
acercó un poco. En cambio, el hombre del sombrero retrocedió hasta la pared de
la vecindad, dejando que el filo de una daga que sostenía en su diestra brillara
un segundo bajo la luz de la luna, que empezaba a ocultarse tras nubes oscuras.
-¡¿Cómo sabe mi nombre?! ¡¿Qué
demonio lo ha enviado a interferir en…?!
-Ese hombre iba a decirte la hora
y tú ibas a matarlo. Como lo has hecho antes. Como lo has venido haciendo desde
hace siglos. Sólo que ahora ya han sido demasiadas víctimas. Tantas que has
llamado mi atención.
Rodolfo siguió avanzando. En la
distancia, las campanas de la catedral metropolitana empezaron a resonar.
-Exijo que me diga quién es usted…
-Conozco a los seres como tú, Juan
Manuel. Los he enfrentado antes…
Con cada campanada, el hombre del
fedora se veía cada vez más angustiado, pero seguía sosteniendo firmemente la
daga. -Perdone usted, ¿sabe qué horas son?-, preguntó nervioso.
-Pero tú… Tú eres diferente,
Juan.
-¡¿Sabe qué horas son?!-
-No te lo voy a decir.
La onceava campanada y el rugido
de un trueno se mezclaron con el grito de Juan Manuel mientras se arrojaba
contra Rodolfo, blandiendo el cuchillo. Rodolfo giró el torso y desvió la
puñalada con el antebrazo, mientras lo hacía tropezar con el pie. Juan Manuel
cayó sobre el suelo de la banqueta, pero antes de poder levantarse Rodolfo ya
lo sujetaba del brazo que sostenía el puñal, torciéndolo tras su espalda.
-No eres como otros que he visto
antes- comentó Rodolfo, torciendo el brazo con más fuerza. –No eres una
proyección impresa en los muros de una vieja casa. Tampoco una invocación o una
aparición etérea. Tienes conciencia, mente propia, sin ataduras a ningún lugar.
Incluso has empezado a encarnar…
Torció el brazo con suficiente
fuerza para obligarlo a gritar y a soltar la daga, que cayó al suelo y de
inmediato se evaporó entre la lluvia que empezaba a arreciar.
-Eso no es normal, Juan Manuel,
al menos entre lo normal que yo conozco… Carajo, ni siquiera debería poder
tocarte y tú no deberías lastimar a nadie, fuera de causarles un infarto… Pero
has apuñalado a cuatro hombres en menos de un mes, en esta misma zona… Cerca de
donde tenías tu casa, ¿recuerdas?
La lluvia empezaba a obstruirle
la vista, pero distinguió cuando Juan Manuel se giró para atacarlo usando su
otro brazo y blandiendo la misma daga que había dejado caer antes. Rodolfo lo
soltó y alcanzó a retroceder de un salto.
-¡¡¿Cómo sabe eso!!- gritó Juan
Manuel mientras se ponía de pie.
-Todo está en los registros de
Portacoelli- contestó Rodolfo. -Tu nombre completo era don Juan Manuel de
Solórzano, español de nacimiento e íntimo amigo del Marqués de Cadreita durante
su virreinato, en esta misma ciudad. Te casaste con Mariana de Laguna, hija de
un rico minero de Zacatecas.
Rodolfo se preparó para otra
embestida, e incluso para desenfundar su arma, esperando que la encarnación de don
Juan Manuel fuera suficientemente real como para lastimarlo de esa manera si su
plan original no funcionaba. Pero don Juan Manuel permaneció de pie, con su mirada
fija en la daga que sostenía en su mano, dejando que la lluvia resbalara sobre
su sombrero y las hombreras de su saco. Rodolfo siguió hablando…
-La celabas mucho, especialmente por
el tiempo que pasaste preso debido a un complot contra el virrey, donde te
informaron que él y otros hombres visitaba a tu mujer con demasiada frecuencia…
Por eso hiciste aquel trato.
El relámpago que cayó de repente
debió dar en algún transformador u otro punto sensible de la red eléctrica,
pues de inmediato las pocas luces de la calle se apagaron por completo, dejando
a ambos hombres bajo un aguacero torrencial y en medio de la oscuridad.
-¡¡Se estaban burlando de mí!!-
aulló Solórzano.
-Las voces con quienes hiciste el
trato te dijeron que debías esperar fuera de tu casa a quien llegara al punto
de las once de la noche y matarlo. Y lo hiciste. Durante varios días. Hasta que
tu última víctima fue tu propio sobrino, a quien había mandado llamar para que
te ayudara a encargarte de tus negocios, pues ya no tenías cabeza para otra
cosa.
-¡¡Basta!!- don Juan Manuel se
arrojó contra Rodolfo, quien de nuevo giró para esquivarlo y luego empujarlo de
espaldas contra la pared, al mismo tiempo que lo sujetaba de las muñecas. Más
truenos y relámpagos caían con una fuerza estridente.
-¡Corriste a la iglesia para
confesarte y el sacerdote te absolvió, pero algo ocurrió durante tu penitencia,
¿cierto?!
-Tres rosarios- susurró Solórzano.
–Mandó a que rezara tres rosarios durante tres noches seguidas. Sólo completé
dos…
-¡¿Qué ocurrió en el tercero?!
-No pude… Las voces… ¡¡Fueron las
voces!!
Rodolfo lo soltó un momento de la
mano que no sostenía la daga, mientras buscaba rápidamente en el bolsillo de su
pantalón. -Apareciste colgado de la horca pública al día siguiente. Estás
absuelto espiritualmente, pero no has cumplido tu penitencia. Por eso sigues
así, acumulando fuerza con cada año que pasa… Y eso tiene que acabar, Solórzano.
¡Tú mismo quieres que acabe!
Sacó un objeto del bolsillo del
pantalón y lo puso frente al rostro de don Juan Manuel Solórzano. El rosario y
su crucifijo plateado bailaron un segundo entre las miradas de ambos. -Y
realmente-, dijo Rodolfo, -no se me ocurre otra forma para hacerlo.
Don Juan Manuel dudó un momento
antes de tomar el rosario con su mano libre. Empezó a rezar nerviosamente, con
una voz que apenas se escuchaba por encima de la lluvia y los relámpagos: -Creo
en Dios, padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra…
Rodolfo lo soltó cuando vio que
Solórzano dejaba caer la daga al suelo, que nuevamente se desvaneció entre la
lluvia. Cuando la voz de don Juan Manuel anunció el primer misterio, un trueno
y su grito de dolor se mezclaron mientras caía de rodillas sobre el suelo.
-¡¡No te detengas, continúa!!- le
apuró Rodolfo. -¡¡Sigue rezando!!-
Aún de rodillas y sin soltar el
rosario, don Juan Manuel siguió con los rezos hasta llegar al segundo misterio.
Entonces se detuvo y su mirada volteó a todas partes. -¿Las escucha?- preguntó
aterrado. -¡Las voces, ¿las escucha?!
-¡¡Sigue rezando!!
Solórzano obedeció y siguió con
las avemarías, la gloria y la jaculatoria, hasta llegar al tercer misterio. El
viento arreció sobre la calle, enviando la lluvia directamente contra ellos. Entonces
Rodolfo escuchó las voces:
-¡Un padre nuestro y un avemaría
por el alma de don Juan Manuel! ¡¡UN PADRE NUESTRO Y UN AVEMARÍA POR EL ALMA DE
DON JUAN MANUEL!!
Entre voces, el estruendo de la
lluvia, el viento, truenos, relámpagos y sus propios sollozos, don Juan Manuel de
Solorzano siguió con sus rezos hasta llegar al cuarto misterio. La calle
permanecía en profunda oscuridad, pudo distinguir que el traje de dos piezas y
el fedora de Solórzano habían cambiado por una casaca, botas altas, un sombrero
de ala ancha y una capa que lo envolvía por completo. Pero no detuvo sus rezos.
Cuando llegó al quinto misterio, nuevamente
Juan Manuel se arrojó sobre Rodolfo, quien apenas pudo evitar que lo apuñalara,
pero sí resbaló sobre el asfalto mojado. Ambos cayeron sobre la banqueta. Los
ojos y el interior de la boca del español brillaban con un resplandor blanco e
intenso, mientras seguía rezando el rosario y Rodolfo lo sujetaba de las muñecas
con fuerza, evitando que la hoja de la daga alcanzara su pecho.
-¡¡Continúa!! ¡¡No pares!!
La voz de don Juan Manuel pasó al
salve, parte final del rosario. La tormenta se desató violentamente alrededor
de ellos y las voces seguían resonando en sus cabezas. Rodolfo se aterró al
sentir que sus manos se cerraban cada vez más alrededor de las muñecas de don
Juan Manuel, cuya voz se escuchaba como la de miles de personas rezando al
mismo tiempo, conforme se acercaba al final del rosario:
-…por su piadosa intercesión seamos liberados de los males presentes y
de la muerte eterna… Por el mismo Cristo nuestro señor… Amén.
De repente Rodolfo sintió sus
manos cerrarse alrededor del aire. El puñal se enterró a mitad de su pecho, llevándole
la sensación de un metal helado que de inmediato comenzara a arder al rojo vivo.
Su grito de dolor fue ahogado por el de don Juan Manuel, quien levantaba su
cabeza. El resplandor de sus ojos y su boca se convirtieron en haces de luz que
se elevaron al cielo. Un último trueno silenció la noche…
* * *
Lo despertaron las últimas gotas
de lluvia en su rostro y una sensación cálida en su pecho. Su primer reflejo
fue buscar con la mano el punto donde había sido herido, descubriendo que no
existía hendidura en su ropa ni en su piel. Las estrellas brillaban sobre su
cabeza y una letanía llegó a sus oídos. Sin levantarse del suelo giró su cabeza
hacia la calle, donde, con su vista aún nublada por las gotas que caían sobre
sus ojos, distinguió una procesión de figuras etéreas que marchaban lentamente,
con sus rostros iluminados por cirios encendidos y cargando un ataúd sobre sus
hombros. O tal vez eran dos. No pudo distinguirlo claramente porque, tras
reunir fuerzas para levantarse, la procesión ya se encontraba lejos de él. Y
desapareció cuando la electricidad regresó al alumbrado público, a los anuncios
de neón y a las casas.
* * *
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