Yo no siento los temblores. En serio, nunca los siento, especialmente los que ocurren en madrugada, cuando todavía estoy dormido. Ya son varias las ocasiones en que me ha despertado una llamada preocupada de mi madre, quien me pregunta si todo está bien y si había sentido el temblor. Yo, todavía bostezando, le preguntó; “¿cuál temblor?”.
En la casa o el trabajo ha sido lo mismo. Lo único que me
advierte de algún movimiento telúrico es la primera expresión de alarma que
proviene de la persona más sensible en la habitación, quien ya se ha levantado
de su silla y avanza hacia la puerta. Y la alarma sísmica se deja escuchar
hasta que muchos ya hemos desalojado.
Yo recuerdo lo que estaba haciendo el 19 de septiembre de
1985, a
las 7:19 de la mañana. Me encontraba desayunando antes de ir a la escuela. En
la casa estaban mi madre, mi tío Aurelio, quien estaba de visita y se encargaba
de llevarme al colegio, y Carmen, una amiga personal de mi madre y que estaba
alrededor del séptimo mes de su embarazo. Se estaba quedando con nosotros
mientras llegaba el día de su alumbramiento. Ellos estaban viendo las noticias
de la mañana y yo, por obvias razones y dados mis siete años de edad, me
limitaba a devorar mi desayuno.
Como ya dije antes, no sentí cuando empezó el terremoto,
pero sí vi la expresión de alarma en el rostro de mi madre y sentí la mano de
mi tío arrastrándome fuera de la casa. Mi madre se quedó al pie de la escalera,
apurando a Carmen para que bajara tan rápido como pudiera. Una vez fuera de la
casa esperamos a que pasara el temblor y, viendo que no habían ocurrido mayores
percances en nuestra zona, me eché la mochila al hombro y partí a la escuela.
Para entonces mis padres se habían divorciado y mi madre
había conseguido su casa en la zona poniente de la ciudad, mientras que mi
padre seguía viviendo en la calle República del Salvador, en pleno corazón de
la ciudad y de donde le habló a mi madre en el primer teléfono funcional que
encontró. La regañó severamente cuando supo que me había mandado a la escuela.
Fácilmente puedo imaginarme su angustia, viendo a la gente angustiada recorrer las
calles y ver con incredulidad los escombros de edificios que existieron durante
décadas y los cuales cayeron en segundos. Pasarían más de 20 años para que estas
cicatrices de concreto sanaran. Algunas todavía persisten.
En transcurso de las semanas y los meses, las noticias y
reportes de los daños y procedimientos de rescate de los damnificados, me
afectaban tanto como podría esperarse en un niño de siete años. Nunca puse
verdadera atención a los movimientos que se realizaban en la ciudad. Rara vez
volví a la zona centro en esos días. Nunca supe del escándalo que protagonizó
el ex presidente Miguel de la
Madrid , al negarse a aceptar la ayuda extranjera hasta que su
esposa lo convenció de lo contrario. Tampoco escuché los primeros reportes que consideraban
la cantidad de muertos en poco menos de una centena. Posiblemente nunca sepamos
el número real de muertos a causa de la misma censura que impuso el gobierno.
Tampoco me enteré del esfuerzo y las hazañas de personas
comunes que, sin ningún tipo de entrenamiento o interés particular, formaron
brigadas de rescate o prestaron su ayuda. Nunca escuché de la formación de Los Topos o de las tantas víctimas que
rescató Marcos Efrén Zariñana, a quien por su 1.54 m de estatura le
llamaban La Pulga. Tampoco supe
de las protestas ciudadanas que demandaban un trato justo para los damnificados,
una indemnización que no fuera un chiste y una explicación sobre porqué
edificios, supuestamente construidos bajo altas normas de calidad y
considerados para resistir temblores de mayor magnitud, se derrumbaron hasta
sus cimientos.
Nunca comprendí el cambio que sufrió la fisonomía del
centro histórico tras el temblor, ni la importancia que los simulacros adquirieron
en años posteriores. En general hubo muchas cosas que no comprendí en ese
momento. Tal vez por eso, por ese alejamiento, propiciado por mis padres o auto-impuesto,
es que en realidad no puedo sentir los temblores.
“A veces tengo temor, lo sé. A veces vergüenza.”
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