La situación se da desde los primeros rumores que escuchamos sobre el estreno de alguna película que realmente queremos ver. Nos llama la atención el prestigio de su director o de sus actores principales, la naturaleza de la trama y las altas expectativas que genera su publicidad. No podemos salir a la calle sin ver algún anuncio espectacular o un comercial de televisión o Internet que nos recuerde lo mucho que queremos ver aquella película, la que sin duda será el estreno del año. Compramos los boletos en preventas y hacemos fila por horas para ingresar primero a la sala y escoger los mejores asientos, ya sea que vayamos solos o con los amigos, tan expectantes como nosotros o tal vez más. Cuando se apagan las luces uno piensa que está a punto de vivir una experiencia que cambiará su vida para siempre. Y es cierto, aunque no por las razones que creemos.
En
cualquier disciplina artística las malas obras abundan, y en el cine esta
situación no está limitada por el origen de las películas: hollywoodense, europeo,
nacional, circuito de arte o comercial, videohome, etc. Todas estas ramificaciones
de la industria tienen las mismas posibilidades de generar películas malas.
Pero
son raras (casi de colección) las situaciones como la descrita antes, cuando
encaramos súbitamente la realidad de que ni todos los nombres de prestigio, el
dinero, la publicidad, el interés o expectativas que uno tenga, pueden ocultar
la naturaleza deficiente de una película mal realizada.
No
hablemos de los aspectos que conforman el buen o mal cine, dejo eso en manos de
profesionales de la crítica o teóricos que llenan páginas de libros y revistas
que muchos de nosotros no leeremos jamás (y deberíamos). Más bien pensemos en
ese momento de revelación en medio de la oscuridad de una sala de cine, cuando
nos damos cuenta de que todas nuestras esperanzas eran infundadas. Cuando vemos
una película que, desde antes de entrar a la sala, intuimos que es mala y
realmente lo es, aceptamos la situación con filosofía, esgrimiendo frases de
autocomplacencia como: “Estuvo palomera”.
Pero
cuando se sufre una decepción mayor las reacciones son más viscerales, con
comentarios despectivos dichos en voz alta, rostros hundidos entre las manos
mientras se susurran frases de negación, las ganas imperantes de ver alguna
otra película que les quite el mal sabor de lo que acaban de ver o abandonar la
sala en silencio, esperando con los labios apretados que alguien les pregunte
qué les pareció la película, para entonces poder explotar a gusto contra esta.
También
hay efectos retardados; cuando uno sale emocionado de la película que acaba de
ver, pero en el transcurso de la semana las ideas van aterrizando sobre la
emoción y nos deja ver los errores de la misma. Cuando fui a ver Star Wars Episodio
I, junto a algunos amigos, todos salimos del cine felices y contentos por el momento
histórico que acabamos de vivir. Habíamos asistido a la función de media noche
y decidimos ir a pasar la noche a un restaurante de 24 horas, al cual fuimos
caminando. Atravesando las calles de Polanco en la oscuridad de la noche y ya habiendo
agotado temas como lo fregón que era Darth Maul, la carrera de pods y porqué
Qui Gon Jin no se había unido a la
Fuerza al momento de morir, los grandes errores de la película
salieron a la luz:
“Oigan,
¿entendieron eso de los midiclorianos? ¿Se dan cuenta de que en realidad es una
estupidez?”
“Wey,
eso no importa. ¿Viste a Jar Jar Binks?”
Finalmente,
recordemos la canción de Caifanes que le da subtítulo a esta columna: “Hay
veces que no tengo ganas de verte. / Hay veces que no quiero ni tocarte. / Hay
veces que quisiera matarte en un grito. / Y olvidarme de esa imagen tuya. / Pero
no me atrevo.”
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