"Tú y tu mascota cambian de cuerpos" |
JINN
Ángel Zuare
La primera vez que ocurrió, Alberto
abrió los ojos y se vio a los pies de su propia cama, a mitad de la noche. Alzó
su cabeza mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y entonces se vio a
sí mismo, acostado y envuelto entre las sábanas, dando vueltas de un lado al
otro y resoplando agitadamente dentro de su sueño. Alberto, ligeramente
consternado, se acercó para intentar subir a su cama, pero en cambio, sobre el
colchón, apoyó un par de patas caninas, peludas y manchadas con la tierra y el
lodo en el que Jinn, su perro, retozara hace un par de horas.
Alberto miró a su alrededor y vio
cerca de él la vieja cama de su perro, el plato compartido de comida y agua con
la palabra Jinn trazada con marcador,
y su hueso para mascar. Se incorporó sobre sus cuatro patas, agitó su cola
lanuda y gris y dio unos pasos vacilantes fuera de la habitación. Considerando
aquella situación como parte de un sueño, una manera onírica de liberar la
tensión y el estrés del trabajo, Alberto se entretuvo mucho esa noche
simplemente recorriendo la casa desde aquella perspectiva única; un punto de
vista a pocos centímetros del suelo y carente de colores. Metió la nariz en rincones
que nunca había contemplado y descubrió nuevos olores y sonidos nocturnos.
Alberto regresó a la habitación
cuando se sintió cansado y aburrido de un sueño que no parecía acabar nunca. Se
acostó sobre el cojín lleno de manchas y pelo suelto, prometiéndose que lo
limpiaría apenas tuviera la oportunidad. El timbre de la alarma le despertó sobre
su cama y con las sábanas revueltas entre sus piernas desnudas. Le dirigió una
mirada afectuosa a Jinn, quien ladeó su cabeza, su forma de mostrar curiosidad.
Más tarde, Alberto encontró más
llevadero su jornada de trabajo si recordaba las sensaciones que había gozado
durante el sueño, y solamente le contó a Mabel los detalles del mismo cuando
ella le preguntó la razón de su ánimo y sonrisa. Ella le escuchó con atención,
antes de que los interrumpiera Manuel el contador, su jefe, para llevarse a
Mabel para atender un encargo importante. Poco después, desde la venta junto a
su cubículo y poco antes de la hora de salida, Alberto los vio abordar el mismo
taxi.
La tercera noche que despertó en
el cuerpo de Jinn, Alberto se levantó con más confianza y, aprovechando un descuido planeado que tuvo antes de
dormir, salió por la puerta para perros que había dejado abierta. Sintió el
frío y la humedad del césped entre sus patas mientras salía del fraccionamiento
donde vivía y se enfilaba hacia el centro. Se perdió un momento entre las luces
y sonidos nocturnos, el aroma de la comida frita a mitad de la calle y de las
llantas quemando el concreto. Se talló los ojos con una pata, presa de la
emoción, antes de meterse por una calle poco transitada. Entonces se detuvo
cuando vio a una persona acercándose a él, trotando a paso ligero. Manuel el
contador. Su jefe, usando unos ridículos shorts ultra cortos y tobilleras y
muñequeras de colores brillantes. ¿A quién se le ocurre salir a trotar vestido
así a las doce de la noche?
Alberto le preguntó eso mismo a
gritos, y mucho más. Le gritó todas las verdades que tenía guardadas, descargó
toda la frustración y las recriminaciones por las horas extras sin paga, por su
sueldo sin cambio desde hace más de cinco años, por las nulas prestaciones, por
Mabel, por sus padres que nunca lo entendieron, por las mujeres que lo abandonaron
sin motivo, por los compañeros que se habían burlado de él desde la secundaria
y hasta esa mañana en el trabajo. Todos esos ladridos debieron haber molestado
mucho a Manuel pues este levantó la primera piedra a su alcance y se la arrojó
con fuerza a aquel molesto perro, golpeándole en el hocico.
Alberto bajó la cabeza un
segundo, lanzó un gruñido y finalmente un ladrido más fuerte que los
anteriores, antes de arrojarse sobre Manuel, derribándolo al suelo y buscando
morderle donde sabía que atacaban los perro entrenados. Sus colmillos rasgaron
la frente de Manuel y uno se enterró en la cuenca de su ojo, sacándole un
líquido blanquecino, antes de que bajaran rápido hasta su cuello, donde se
encajaron con fuerza. La sangre salpicó el hocico del perro y los gritos
aterrados de Manuel llamaron la atención de los transeúntes cercanos, que
llegaron a socorrerlo aventándole cosas a aquel perro salvaje para que soltara
a su víctima. Alberto saltó para alejarse de todos aquellos que venían contra él,
corriendo y perdiéndose entre las calles.
Regresó a casa exhausto,
dejándose caer sobre la cama de Jinn. Cuando despertó por la mañana, todavía se
sentía adolorido en la boca y en las manos. Volteo a ver a Jinn, quien seguía
acostado sobre su cama, con los ojos abiertos y el moretón del piedrazo aún palpitándole
en el hocico ensangrentado. Sin moverse, los ojos de Jinn no dejaron de seguir a
Alberto por toda la habitación mientras se vestía, como si guardara un reproche
contra él. Durante el resto del día Jinn no quiso probar bocado. Y Alberto,
cuando llegó a la oficina y el subdirector de contaduría dio la trágica
noticia, tampoco quiso comer nada.
A la sexta noche de aquel incidente,
tratando inútilmente de no dormir y cuando al fin cayó rendido frente al
televisor, Alberto despertó para ver como su cuerpo se levantaba del sillón y
tomaba el teléfono, haciendo una llamada desde el baño, con la puerta cerrada.
Poco tiempo después alguien llamó a la puerta. Mabel le había aceptado a su
compañero de trabajo la invitación a un café para poder platicar. Todavía se
sentía muy perturbada por la muerte de Manuel, con quien ya se había
comprometido para casarse por el civil en pocas semanas.
Más tarde aquella misma noche, lo
que Mabel declaró a la policía fue que, inmediatamente que entró y durante la
primera hora que estuvo ahí, la mascota de su amigo pareció volverse loco
contra su amo, ladrándole sin motivo y arrojándose contra él hasta que ambos
empezaron a forcejear en la entrada de su recámara. Ambos cayeron por las
escaleras hasta la sala y rodaron por el suelo mientras ella los seguía, muy
asustada. Tanto que finalmente tomó el pesado cenicero que reposaba sobre la
mesita de la sala y lo estrelló con fuerza contra la cabeza del perro,
sintiendo como el cráneo de este se fracturaba y se hundía.
Permaneció arrodillada y abrazando
a su compañero de trabajo, quien no dijo palabra ni cuando llegaron los
primeros vecinos curiosos ni la policía. Mientras, dando sus últimos resuellos,
los ojos acuosos de Jinn miraron fijamente a Mabel por momento, antes de
clavarse en los de su amo, quien se separó de Mabel para recostarse junto a su
perro, abrazándolo con afecto sin dejar de sollozar profundamente.
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