Escribo la columna de esta semana luego de varios borradores infructuosos, tachados y malogrados, dándome cuenta ahora de una gran verdad que bien conocen todos los artistas del escenario: No hay público (o en este caso tema) más difícil de tratar que los niños.
¿Pero
qué es lo complicado sobre escribir algo pensando en los niños que fuimos hace
poco más de 20 años? No es difícil añorar la época; los amigos con quienes la
compartimos, los juguetes que nos divertían, la comida chatarra que
devorábamos, los programas de televisión que vimos u otras cosas. Podemos
recordar muy bien esos datos y compartirlos en una charla de sobremesa o una
guarapeta de fin de semana.
Lo
difícil llega al tratar de describir las sensaciones del momento: El ansia que
teníamos por llegar temprano a nuestras casas, para hacer la tarea rápidamente
y sentarnos a ver Los Thundercats; o aquella emoción al abordar por primera vez y por
nuestra propia cuenta un transporte público; o explicar como cada una de las
tres, seis o nueve veces que vimos en el cine la película Batman, de Tim Burton, se sintió como si fuera la primera; o el
gusto de escuchar los discos de acetato de 45 revoluciones; o la capacidad que
teníamos para imaginar una selva ficticia en el jardín de la casa, poblándola
con nuestros G.I. Joe; o el indescriptible
placer que existe en los actos más sencillos, como rodar sobre el pasto en una
ladera pronunciada.
Finalmente,
¿qué conservamos de aquella época? Algunos juguetes, libros o revistas, comics,
fotografías donde lucimos nuestros pantalones cortos, los cortes de cabello
improvisados por nuestras madres en la sala de la casa, o nuestros patines de
cuatro ruedas, el triciclo Apache o la Avalancha ,
antes del memorable choque que finalmente dobló sus ejes y donde más de uno se
fracturó algún miembro.
En
algún momento hemos llegado a escuchar que los niños ya no juegan como antes.
Nosotros mismos llegamos a escucharlo de nuestros padres u abuelos. Es cierto,
ya no se juega como antes porque los juguetes ya no son los mismos: Videojuegos
portátiles, figuras de acción con funciones multimedia, teléfonos celulares con
infinidad de aplicaciones, redes sociales, conexiones inalámbricas, juegos de
cartas con reglas incomprensibles e infinidad de accesorios o gadgets que los
adultos disfrutamos tanto como los niños.
Los
juguetes son diferentes, es cierto, pero creo que la naturaleza del juego mismo
se mantiene: Esa misma sensación que nos motivaban a buscar lo desconocido ahora
les impulsa a ellos a recorrer cada rincón del Asilo Arkham o los ocho mundos en
cada juego de Súper Mario; a esperar con paciencia tres años para ver completa la
trilogía del Señor de los Anillos; llegar
a tiempo a casa para ver (por TV o Internet) Avatar, Dragon Ball Z o Naruto;
a colocar en esas mismas selvas de ficción a sus Max Steel o presumir en el celular la música que antes escuchábamos
en los viejos tornamesas.
Y
esos placeres más sencillos siguen presentes en las laderas empinadas; en la
humilde pelota de fútbol rebotando en los muros de una calle; o en los
columpios que impulsamos cada ves más alto, manteniendo la esperanza de que un
día daremos la vuelta completa.
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