"Un final alternativo para tu libro favorito" |
Y SÓLO UNO QUEDÓ…
Ángel Zuare
“…de setenta y cinco que zarparon”. La canción volvió a mi memoria y se aferró a ella como si se tratara de un garfio templado mientras entraba a la taberna a donde Gray me había conducido, entre las calles más recónditas y miserables de este puerto olvidado de Dios, hasta llegar a la taberna El Catalejo. Contrario a su ruinoso exterior, el lugar por dentro se sentía acogedor. Seguro. Confiable al inicio. Tan confiable como su dueño, cuando le conocí.
Gray no entró, quiso permanecer
afuera, con un ojo atento a la calle, otro a mi espalda y sus manos en la
pistola bajo su casaca. Sabía que había prosperado mucho en todo el tiempo que
dejé de verlo, pero fue toda una grata sorpresa ver a un próspero hombre de
negocios esperándome al desembarcar esta mañana. Me abrazó con fuerza y me
llamó capitán Hawkins, hasta que le insistí que dejara de hacerlo. Pero en
varias ocasiones me estrechó con fuerza, como si estuviera disculpándose por lo
que había hecho. Por haber enviado ese mensaje, que había vuelto a picar el
océano que se había sosegado en mi cabeza al pasar los años:
Lo encontré, Jim. Encontré a Silver.
Cinco personas en la taberna.
Tres sentados en una mesa al fondo, dos de ellos tomando cerveza en enormes
tarros, el tercero ya inconsciente sobre la mesa. Una voluminosa mujer negra
limpiaba el resto del lugar. Se le notaba anciana por lo lento de sus
movimientos y el cabello entrecano que se asomaba bajo la pañoleta que lo cubría,
pero tenía miembros grandes y gruesos, capaces de levantar las mesas y sillas
con facilidad… La vieja negra de Silver, sin duda.
Y el propio Long John Silver en
la mesa más grande del lugar y la más retirada también, poco iluminada,
sumergida en las sombras del lugar a pesar de que en el exterior apenas pasaba
del medio día. Pero aquella pierna amputada casi a altura de la cadera era
inconfundible, junto con la gruesa muleta que descansaba contra el muro a su
espalda. Avancé hasta que su propia voz me detuvo a pocos pasos de su mesa:
-Señor Hawkins, que todos los
diablos me lleven… El pequeño Jim ha crecido. Sólo mírate, muchacho. ¿Qué edad
tenías entonces? ¿Trece, catorce? Ya no puedo recordar las cosas como antes,
hijo...
No esperé invitación y me senté
frente a él. Mis ojos empezaron a distinguir su perfil y su mirada. Inclinó su
cuerpo voluminoso por los años sedentarios hasta que pude reflejarme en sus
pupilas mientras me recorrían de arriba abajo.
-Pero sólo mírate, jim. Todo un
hombre, hecho y derecho. ¿Es eso una casaca de la naval? ¿Estás en la naval
británica, Jim?
-Soy capitán.
La carcajada que Silver lanzó
resonó en toda la taberna. Gray asomó su cabeza por la entrada y el marinero
inconsciente levantó la suya por instinto, antes de dejarla caer pesadamente
sobre la madera. La negra nos vio fijamente durante un momento antes de volver
a sus labores y Silver golpeó con fuerza la mesa con la palma de su mano. -¡¡Lo
Sabía!! ¡Sabía que serías grande, Jim! Lo intuí desde que te vi entrar a mi
taberna, el viejo Catalejo, recuerdas. Además te lo dije en la isla. Eres
formidable. Con empuje. Mi vivo retrato de cuando era más joven y apuesto…
-¿No te interesa saber cómo te
localicé luego de tantos años? ¿O estabas esperando que llegara?
Silver se inclinó más sobre la
mesa, sonriendo a través de su boca fétida y sin dientes: -¿Eso importa? Estas
aquí ahora.
-¿No temes que venga a arrestaste?
-No eres como el capitán
Smollett, tan rígido en su disciplina. Y si quisieras hacerlo habrías entrado
con toda una guardia para llevarme. ¿Y qué ganarías mandando arrestar a un
viejo marino que no ha vuelto al océano en más de diez años? ¿Recuperar las
guineas que les robe a ti y a tus amigos?
Podría endosarte el nuevo Catalejo y saldrías ganando, Jim. No me ha ido tan
mal… Pero no eres tan miserable para hacerlo, lo sé. Te han educado bien. Me
refiero a Smollett, Trelawney y el buen doctor Livesey, todos ellos cooperaron
para convertirte en un gran hombre, Jim. ¿Cómo están esos marineros improvisados,
por cierto?
-Muertos. Todos. Livesey falleció hace un año.
-Oh… Una pena, Jim. La verdad sea
dicha, esos perros dieron batalla allá, en la empalizada… ¿Y tu madre..? ¿Cómo
está ella?
-Escucho a Flint todas las noches,
Silver. A tu Flint. Desde que Gray me dijo que te había visto en este puerto
mientras él realizaba hacía negocios aquí, he vuelto a escuchar a tu loro, al
viejo Capitán Flint, en mis sueños. Grita ¡Doblones!
¡Doblones!, una y otra vez. Escucho el mar golpear contra las costas y la
voz de tu loro sobre ellas.
-El viejo loro del capitán Flint,
Jim. No era mio, era de Flint, ¿no lo recuerdas? Yo le puse el nombre para
molestar a mi viejo capitán en el infierno que se labró y donde le haré
compañía dentro de poco tiempo. ¿Pero sólo para eso me buscaste, Jim? ¿Para
decirme que sueñas con mi loro?
No sentí que debía contestarle
algo, solamente metí la mano al bolsillo interior de mi casaca, tomé el
contenido dentro de mi puño y lo acerqué a Silver. El viejo pirata extendió su
gran mano y lo recibió. Era una hoja de papel que Silver desenvolvió lentamente
y su gesto, inicialmente de asombro, se transformó en nostalgia y, por insólito
que me pareció entonces, de paz. Todo mientras desenvolvía una vieja página
arrancada de una Biblia. De la última página del libro del Apocalipsis, con una
mancha negra sobre la impresión y la palabra DESTITUIDO apenas legible al otro
lado de la hoja, sobre la superficie en blanco.
-La vieja marca negra que me
dieron en la isla, me lleva el diablo. Arrancaron una página de la Biblia de
Dick para hacerla, ¿puedes creer tanta herejía? ¿Acaso tú la recogiste, Jim?
-Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los
homicidas, los idólatras y todo aquel que ama y hace mentira. Lo conservé
todos estos años. A veces lo sacaba para releer ese versículo. El que está junto
a la mota que hicieron con carbón.
Silver ahogó una risa entre
dientes mientras volvía a arrugar la hoja entre su puño. -¿A qué viniste, Jim?
¿Qué te hace falta ahora, muchacho?
Me levanté de la mesa y di vuelta
para alejarme. Pero alcancé a escuchar la voz de Long John Silver mientras
alcanzaba el marco de la puerta:
-¡¿Me harás decirlo, jim?! ¡Pues
que me den ron por el culo!… ¡Yo también te he extrañado, muchacho!
Empezó a reír con más fuerza,
repitiendo una y otra vez ¡también te he extrañado,
Jim!, casi en forma demencial. Salí sin detenerme para ver si Gray me
seguía, pero sólo avanzamos un par de metros lejos de la entrada al nuevo
Catalejo cuando ambos escuchamos, por encima de las risas de Silver, una chillante
voz:
-¡Todos a sus puestos!
Me di la vuelta para ver de dónde
había venido la voz. Y a través de una de las ventanas de las habitaciones en
el piso superior de la taberna, mirándonos fijamente y agitando sus alas
verdes, el loro volvió a gritar:
-¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!
La risa desquiciada de Silver ya
no se escuchaba, había cesado de repente. Pero el recuerdo de una de las
primeras pláticas que tuvimos volvió repentinamente a mi memoria, golpeándola
como una ola encrespada a una costa de aquella maldita isla: Ahí donde lo ves, Hawkins, este pájaro tiene
lo menos doscientos años… y hay quien dice que algunos viven eternamente. Este
ha visto más condenaciones que el mismísimo Satanás. Ha navegado con England,
con el gran capitán England, el pirata. Ha estado en Madagascar y en Malabar,
en Surinam, en Providence, en Portobello… Lo miras y parece inocente como un
niño. Pero tú no has olvidado el olor de la pólvora, ¿verdad, capitán?
-No puede ser el mismo, ¿verdad,
Jim?- me preguntó Gray… -Digo, me refiero a que… ¿Cuánto viven los loros? ¿Jim?
No le estaba prestando atención.
Sólo escuchaba la voz del loro que, por momentos, me parecía jurar que decía:
Y ninguno quedó, de setenta y cinco que zarparon.
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