Sólo quedan siete minutos antes de que... |
SIETE PARA LAS SIETE
Ángel Zuare
Cuando se asomó por la ventana y
vio nuevamente al hombre en chamarra de mezclilla negra, cabello oscuro peinado
hacia atrás con demasiado gel y un bigote finamente recortado, mirándole
fijamente desde abajo y al otro lado de la calle, se dio cuenta de que la
situación era real, definitiva y que ciertamente iba a morir esa noche.
Se apartó de la ventana y cerró
las cortinas. Dio unas vueltas alrededor de su despacho, sorteando los muebles
volcados y los vidrios rotos, asomándose ocasionalmente entre los pliegues de
la persiana para asegurarse que el hombre seguía al otro lado de la calle, a
veces viendo hacia su ventana, a veces hacia la entrada del edificio, en
ocasiones mirando la pantalla de su celular y en otras atendiendo una llamada.
Tal vez se arrepintieron, pensó. Tal vez lo están cancelando. Quizá Manríquez o Alcázar lograron
persuadirlo, comprarlo o… Pero no. Claro que no. Imbécil, ¿no lo recuerdas?
Manríquez y Alcázar ya están muertos.
Y sobre comprarlo o persuadirlo, ese
hombre había sido muy claro cuando los abordó hace semana y media, en la mesa
que siempre reservaban en el bar cada viernes. Llegó sin anunciarse y se sentó
directamente entre ellos, hablando con una voz clara y modulada que no sería
muy recia, pero sabía hacerse escuchar:
-Buenas noches, señores. Perdonen
que no me presente, pero no me es conveniente. Sólo deben saber que, por las
cosas que han hecho, ustedes saben cuáles, no me hagan mencionarlas, hay gente
muy enojada y me han llamado para atender este asunto. Ustedes van a morir la
próxima semana. Yo mismo los mataré y no hay forma de evitarlo sin que ustedes
mismos se pongan en evidencia ante la ley, lo que realmente no quieren. No hay
forma de sobornarme ni de que abogue por ustedes ante mis clientes. Lo mejor
que pueden hacer ahora es poner sus cosas en orden lo más pronto posible. No
consideren esto una broma o una amenaza superflua de alguien que pretende
asustarlos. Esto es en serio. No intenten buscarme o pedir ayuda para liquidarme
antes de que yo lo haga, pues muchas de las personas a las que podrían acudir
por ayuda son algunas de tantas que los quieren muertos. De hecho originalmente
querían matarlos a ustedes, a sus familias e incluso destruir sus casas. Yo no
trabajo así e insistí en limitarnos con ustedes. Por favor, no hagan que me
arrepienta de ello. Que tengan una buena noche, señores. Con permiso.
Y como llegó se marchó, sin darles
tiempo de responder, de burlarse o (cómo pasó luego de que Alcázar intentó detenerlo)
espantarse. Porque cuando finalmente Alcázar lo detuvo por el hombro, a mitad
del bar, y quiso hacerlo girar para exigirle una explicación, el hombre de
chamarra de mezclilla negra lo tomó de la muñeca y le golpeó con el codo en la
boca del estómago, inclinándolo lo suficiente para lograr torcer su brazo tras
la espalda de Alcázar. Luego lo hizo caer barriendo sus piernas con una patada,
pero sin soltarle el brazo. El hombro y el codo crujieron escandalosamente al
dislocarse y Alcázar lanzó un grito que levantó a sus compañeros de la mesa,
antes de que el hombre lo dejara caer al suelo. Antes de llegar hasta Alcázar,
quien se retorcía de dolor sobre el suelo de bar, el hombre ya se había perdido
entre los ebrios y mirones.
El reloj de la pared, caído en un
rincón del despacho, marcó siete minutos para las siete, su hora de salida.
En el hospital, luego de llevar a
Alcázar, la policía les tomó la declaración sobre el sujeto que llegó a su mesa,
hablando locuras y amenazándolos de muerte a los tres, antes de romperle el
brazo a su amigo. ¿Qué porqué nos
amenazó?, respondió Manríquez a una pregunta. ¡Porque está loco! ¿Qué vamos
a saber nosotros sobre porqué nos amenazó?
Regresó a la computadora y cerró el
portal de Banco por Internet, luego de asegurase de que los traspasos a las
cuentas de su mujer y el contrato del fideicomiso para sus hijos estuvieran
confirmados. Evitó la tentación de dar un último vistazo por la persiana y tomó
su portafolio antes de salir del despacho. Eran cinco para las siete.
Alcázar falleció dos días después
del encuentro con el hombre de mezclilla negra. Recién empezando la semana. Un
auto embistió el suyo en el cruce de una avenida poco transitada. El conductor
del vehículo que los chocó salió tan rápido como pudo, viéndose tanto o más
lesionado que el propio Alcázar o su chofer, único testigo de cómo aquel hombre
descargaba tres tiros de su una .45 automática sobre el cuerpo de su jefe,
antes de alejarse.
En el elevador se encontró con
Laura. Llevaba, entre sus propias cosas, los restos de su pastel de cumpleaños,
que le habían celebrado en la oficina al medio día. Bajaron juntos en el
ascensor y Laura aprovechó para agradecer personalmente por el gesto, pues
todos en la sala de juntas le confirmaron que la idea y el dinero para el
pastel y el refresco habían salido de él, aunque no se apareció en la sala para
la celebración. Por eso, antes de llegar a la planta baja, Laura hizo maniobras
para separar una rebanada y entregársela. Él le agradeció con un gesto sincero.
Faltaban tres minutos para las siete.
Manríquez, en dos días, perdió totalmente
el control. Primero buscó quien los ayudara, pero todos a quienes ayudaron en
algún momento en el pasado falseando libros, malversando fondos o consiguiendo
alguien que se ensuciara las manos por ellos, parecieron ponerse de acuerdo
para desaparecer al mismo tiempo. Intentó comprar un arma y sólo consiguió un
viejo revolver que perteneció a un familiar militar ya retirado. Un revolver
que se encasquilló al momento de usarlo. A mitad de un callejón cerrado a donde
había intentado escapar luego de reconocer al hombre de mezclilla negra. Según
declararon algunos vecinos del callejón, Manríquez intentó negociar ofreciendo todo
el dinero que había conseguido en los últimos años, antes de que tres disparos
lo dejaran abatido en el suelo.
Pensó por un momento en salir
junto a Laura, dejando que ella lo tomara del brazo y, en caso de ocurrir lo
inevitable… Pero no, sacudió su cabeza para alejar la idea y se despidió de
ella dándole un beso en la mejilla, el mismo que había evitado durante años por
miedo a una demanda de acoso. A Laura no pareció molestarle, agradeció de nuevo
el pastel y se alejó sobre la banqueta, mientras él cruzaba la calle,
directamente hacia el hombre de la chamarra de mezclilla negra.. Faltaba un
minuto para las siete.
Luego de los velorios y entierros
de Alcázar y Manríquez, amigos suyos desde la preparatoria, pasó el día
siguiente encerrado en su despacho, sin atender compromisos, negándose a
admitir lo que estaba ocurriendo, destrozando muebles y adornos mientras los
demás empleados celebraban un cumpleaños en la sala de juntas, desde donde
nadie podía escucharlo gritar o, más tarde, sollozar.
-¿No vas a correr?- preguntó el
hombre de la chamarra de mezclilla negra. -¿A ofrecer algo o a rogar?
-No- susurró él hombre que
sostenía un portafolio en una mano y un plato con una rebanada de pastel de
chocolate y fresa en la otra. -¿Tu no vas a preguntar dónde está todo el
dinero?
-Sé dónde está- comentó el hombre,
mostrando en su mano izquierda su Smartphone. -Está bien así, realmente no me
interesa.
El hombre, que al día siguiente protagonizaría
los encabezados de los periódicos amarillistas, sonrió lánguidamente. Cerró los
ojos cuando el otro llevó su mano al interior de su chamarra de mezclilla, para
sacar la .45 de la funda bajo el brazo.
Sólo escuchó una detonación. No
sintió el dolor que esperaba, sólo la sensación de su cuerpo cayendo sobre la
banqueta y de sus manos soltando el portafolio (que se abrió al caer al suelo,
revelando el vacío de su interior) y el plató con el pastel (que se convirtió
en una mancha informe sobre la banqueta). Eran las siete en punto.
Al abrir los ojos vio sobre él la
claridad del cielo nocturno en abril.
* * *
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