En este justo momento, cuando me encuentro meditando sobre el tema para escribir esta semana, mientras la música de un playlist de YouTube ambienta mi estudio, un torrente se descarga en una ventana continua sobre el escritorio. Además, Facebook y otros servicios de mensajería están activos y la bandeja de entrada de mi correo electrónico exhibe una cantidad inusitada de spam y otros correos que, realmente, nunca me molesto en abrir. Otra ventana del navegador permanece abierta en la página principal de Google, en caso de que necesite consultar algo. Para complementar todo el cuadro, una taza de café humea sobre el escritorio.
Y es dando un vistazo a esa taza de café instantáneo
con leche que, de repente, pienso en un determinado lugar. El número ciento dos
de la calle Nuevo león, en la colonia Condesa de la ciudad de México.
Mi Café Internet
favorito.
Generaciones recientes no podrían entender realmente
el concepto que englobaba los primero Café
Internet que se abrieron en la ciudad. Para ellos el Internet de alquiler –conocido
sólo como El Internet- es una serie
de cubículos apretados y un mostrador, o unas pocas computadoras alineadas en
el fondo de alguna papelería o centro de copiado con ambiciones. Pero a finales
de los años 90, el Café Internet era
el punto intermedio e indefinido entre la satisfacción de una necesidad y un
placer.
Mi necesidad por el uso cada vez más frecuente del
Internet y la poca cobertura, aunado al encarecido costo del servicio a nivel
particular, me hizo salir a la búsqueda de un Café Internet, concepto relativamente nuevo en la ciudad, inversión
prometedora para muchos emprendedores y que sólo debía satisfacer tres
requerimientos principales: Computadoras, Internet y café. Este último
englobando un concepto de esparcimiento, relajación, comida y bebida, mientras
uno navegaba tan rápido como podía permitirlo una conexión telefónica compartida
de 56kbps de velocidad.
Recuerdo haber visitado varios Café Internet cerca de mi casa, buscando aquella sensación de
comodidad que facilitara mi trabajo y mis deberes escolares, pero casi siempre
se presentaba un factor que me hacía desistir en elegir alguno como mi favorito:
poco espacio, máquinas continuamente ocupadas, velocidad de conexión deficiente,
computadoras lentas o sobrecargadas de malware,
o un elevado costo por hora de conexión, que de por si ya era una razón suficiente
para no regresar.
El Café
Internet de Nuevo León se atravesó en mi camino una tarde y casi de
inmediato se convirtió en mi favorito. Tenía un costo por hora más elevado que
la mayoría de los que ya frecuentaba, pero con una velocidad de conexión
superior, muchas computadoras disponibles (no recuerdo haberlo visto lleno
nunca) y la razón que más pesaba para mí; una máquina de café dispuesta en el
fondo del local –ambientado en el espacio de estacionamiento de un edificio-
para que cualquiera pudiera servirse por su cuenta.
En esos años y en mi situación particular, no podía
darme el lujo de llegar indiscriminadamente al Café Internet para navegar sin ton ni son. Costaba veintiséis pesos
la hora de una conexión de 56kbps –no me canso de señalarlo; ¡56 kbps!-.
Necesitaba un plan. Usualmente me tomaba media hora llegar de mi casa a Nuevo
León, y mientras viaja en el microbús empezaba a organizar los temas que
necesitaba buscar, apuntándolos en una agenda. Me servía mi primer vaso de café
antes de sentarme a recabar la información para el trabajo y la escuela, que
tomaban prioridad. Hasta tenerla reunida, documentada y respaldada en mi disco floppy, era cuando pasaba al entretenimiento
y a mi segundo vaso de café, que disfrutaba viendo los escasos videos que uno
podía encontrar en un Internet que entonces carecía de YouTube; las páginas de Geocities
y Tripod sobre cine, animación
japonesa y comics, mayormente hechas por aficionados pues las casas de
producción y editoriales seguían dudando sobre tener una presencia real en este
medio de comunicación; además de la ocasional pornografía en imágenes de 72dpi
de resolución. Finalmente, con el tercer vaso, empezaba la depuración de los
cuatro megabytes de capacidad de mi correo electrónico, antes de sacar mis discos,
apagar la computadora y acercarme al mostrador para liquidar mi cuenta,
cotejando mi hora de salida con la de entrada, que apuntaban en un grueso libro
de registro de visitas.
Actualmente el número ciento dos de la calle Nuevo
León ha vuelto a ser un estacionamiento, junto a una tienda de bagels. Realmente
no supe cuando ocurrió el cambio ni cuando cerró aquel Café Internet, al que dejé de visitar en algún momento. Y no fue
por haber conseguido finalmente una conexión residencial a Internet residencial.
No, dejé de ir el día en que, por accidente, derramé mi
vaso de café sobre el teclado de la computadora. Y aprovechando que nadie me había
visto, limpie el teclado lo mejor que pude con las servilletas que colocaban
junto a la cafetera, apagué la máquina y abandoné el lugar lo más discretamente
que pude.
Jamás regresé ahí.
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