Durante gran parte de mi niñez y pre-adolescencia, el Cine Hipódromo Condesa, construido en
la base y corazón del Edificio Ermita, en la colonia Tacubaya, no sólo fue una
sala de cine más en la ciudad. Fue mi cine favorito en toda la ciudad. Ahí me llevaba
mi madre al menos una vez por semana, para ver, mayormente, películas
infantiles o reestrenos de animaciones de Walt
Disney. Al ir creciendo se convirtió en el cine al que me escapaba las
tardes de los miércoles para ver otro tipo de películas y, de ser posible,
disfrutar de la Permanencia Voluntaria, concepto que se ha ido perdiendo con
los años, junto con el intermedio, las butacas de galería y el chocolate Toblerone.
Habiéndonos mudado a lo que, aquel entonces, era la
periferia de la Ciudad de México, bajar de Santa Fe a Tacubaya no era un viaje
tan largo como algunos lo sufren actualmente, pero si lo suficiente para
convertir el trayecto al cine en todo un evento, tras haber revisado la
cartelera para saber qué película estaba proyectándose entonces o simplemente
lanzarse a la aventura de la programación de esa semana.
Recuerdo con especial deleite su diseño y arquitectura
de estilo art-decó, acorde con el carácter general del Edificio Ermita, el
afamado triángulo de Tacubaya y, durante toda mi infancia, el edificio de la
zapatería Canadá. Recuerdo la cafetería Tic-Tac
al costado izquierdo del gran arco que marcaba la entrada al cine, sus gruesos
barandales en las escaleras de acceso y las ventanillas para las taquillas en
cada costado. También recuerdo las largas filas que llegaban a formarse para
ver algunas películas en particular. Casi estoy seguro que para ver El Mago de los Sueños la fila daba vuelta
al edificio.
Puedo recordar con agrado su gigantesca sala de
proyección y los pilares de motivos acuarianos que enmarcaban una pantalla sin
cortinas; sus baños maltratados de la planta baja, a los que se descendía
mediante una escalera de caracol; y los Noticieros
Continental proyectados previo a la función estelar.
Recuerdo que en el Hipódromo mi mama y yo fuimos a ver El Secreto de la Pirámide, sin tener idea de que era una historia
de Sherlock Holmes, lo que nos hizo disfrutarla aún más, y que la última
película que vi en su sala principal, luego de que la cadena Lumiere lo
convirtiera en un multicinema, fue Impacto Profundo.
Pero lo que más recuerdo del Cine Hipódromo Condesa, es Santa
Claus.
En aquellos años, las salas de proyección tenían la
costumbre de comprar o guardar copias de las películas que proyectaban para, a futuro,
organizar matinés o funciones de relleno para días sin estrenos o de baja
temporada. Y el Hipódromo había
guardado una copia y, con ello, la costumbre de proyectar durante una semana en
cada diciembre desde 1985, Santa Claus, película protagonizada por David
Huddleston como un leñador convertido en Santa Claus por gracia divina; Dudley
Moore como un elfo progresista y John Lithgow como un empresario villano de
caricatura; todo enmarcado en un espectáculo de luces, sentimentalismo, efectos
especiales que han envejecido de mala forma, lugares comunes y música de Henry Mancini.
Viendo actualmente el tráiler de esta película, por Internet, me confirmo que,
realmente, no me gustaría ver esta película de nuevo... Bueno, tal vez una vez
más, sí.
Pero en esos años de mi infancia, diciembre no era
diciembre si mi madre no me llevaba a ver Santa
Claus en el viejo cine Hipódromo,
actualmente rescatado del abandono y convertido en teatro. Este evento marcaba
para mí el final de clases, el inicio de las vacaciones, las fiestas
decembrinas y la expectativa del fin del año y la mañana de Navidad. Realmente
desde entonces no he vuelto a tener un ritual que me indique el inicio de las
fiestas de una forma tan alegre como lo fue estar dentro de una grandiosa sala
de cine viendo esta desgraciada película. ¿Cómo tener algo así actualmente si
la Navidad se viene anunciado y preparando prácticamente desde octubre? Ni
siquiera mi cine consentido hubiera podido resistir ese cambio, sin desaparecer
en el proceso.
Y si se lo preguntan, la cafetería Tic-Tac a un costado de la entrada,
todavía sigue funcionando. Esa maldita cafetería va a enterrarme un día, estoy
seguro.
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