Defiende la Prohibición de Alcohol de los años 20 |
DIOS SALVE AL REY
Ángel Zuare
A las once y media abandonaron el
salón de fiestas. Ella, casi colgando del brazo de su esposo, mientras él se
ajustaba su sombrero y encendía un cigarrillo. Cuando la ayudó a entrar al
auto, ella apretó con fuerza el cuello de la botella de champagne que llevaba
en su diestra, temiendo que en un descuido la soltara o la estrellara contra
algo. O peor, que algún polizonte la viera con ella. Respiró aliviada cuando su
esposo cerró la puerta y arrancó el automóvil. En minutos se perdieron entre el
tráfico de quienes buscaban regresar a sus casas antes de las doce de la noche.
No regresaron directamente a su casa.
Cuando ella se dio cuenta, estaban enfilándose hacia los límites de la ciudad.
Los edificios y alumbrado en la calle fueron disminuyendo hasta que finalmente
sólo se alcanzaban a ver las locomotoras y vagones de la estación de trenes. Se
alejaron de la plataforma, rumbo a las estaciones de carga y distribución.
-¿No deberíamos regresar a casa? Casi
son las doce- dijo la mujer cuando finalmente él se estacionó para descender del
auto.
-Tengo ganas de pensar un poco,
¿tu no, Mae? Trae la botella.
Ella se estremeció un poco cuando
escuchó eso, pero no espero a que su marido diera la vuelta para ayudarla a
bajar del auto. Con la botella en la mano avanzaron en la semi-oscuridad,
saltando sobre las vías férreas y pasando entre carros de carga, algunos
abiertos y otros en franco abandono.
-Aquí, Mae- dijo su esposo, señalando
una escalera al costado de un vagón. –Anda, te ayudo.
La cargó un segundo hasta que
ella pudo sujetarse de la escalera. Le pasó la botella a su marido y subió hasta
el techo. Él la siguió, subiendo hábilmente
con una sola mano mientras con la otra sujetaba el champagne.
-Es hermoso, Alphonse- dijo Mae,
admirando el horizonte. El cielo despejado le permitía ver claramente, entre
las luces nocturnas de la ciudad, la silueta de los edificios Home Insurance y
Chicago Savings Bank, así como el reflejo de la luna sobre el lago Michigan y el
río Chicago. -Es hermoso-, repitió. Alphonse ya se había sentado sobre el techo
del vagón y con un gesto invitó a su mujer a acompañarlo.
-Pareces casi feliz por esto-,
comentó mientras se sentaba a su lado.
-Es cómo debe ser, Mae-,
respondió Alphonse mientras apuraba un trago de la botella.
-¿Cómo puedes decir eso?
¿Quitarle el alcohol a Estados Unidos? ¿Te parece que así debe ser?
-No están prohibiendo todo el alcohol,
amor. Todavía tenemos el medicinal y nadie va a tocar las cavas privadas de
nadie.
-¿Quién Lo dice?
-El Acta Volstead, Mae. Deberías leerla.
Algunos trenes estaban en
movimiento cerca de la plataforma de la estación y el silbato de una locomotora
los distrajo un momento. Mae se recargó sobre el hombro de Alphonse, mirándole
de reojo mientras el fijaba su vista en la ciudad. Su rostro y en general su
complexión se iban haciendo más robustas, especialmente desde el nacimiento de
Albert, y las entradas del cabello se marcaban más cada año. Pero todavía era imposible
dejar de prestarle atención cuando él hablaba con su acento neoyorquino y sus
facciones italianas se acentuaban con seriedad.
-El presidente Wilson vetó la
ley, ¿sabías?-, comentó Mae.
-El Congreso la ratificó, cielo.
-¿Y para qué tenemos un presidente
que no sabe hacerse obedecer y deja que un montón de secos mojigatos hagan lo que quieran?
Alphonse ahogó una risa y pasó su
brazo sobre el hombro de su esposa, antes de besarla en la mejilla. –Porque son
protestantes, mi vida. Tendrán buenos motivos a favor de la moral y la salud,
pero no dejan de ser protestantes. No saben hacer las cosas, ni siquiera teniendo
experiencia en esto. Desde principio de siglo vienen prohibiendo el alcohol en Rusia,
Islandia, Noruega y en Finlandia… ¿Sabías que en México las comunidades de
revolucionarios zapatista manejaban la prohibición?
-¿Y nosotros, Alphonse?
-Nos adaptamos, amor. La enmienda
a la Constitución, el Acta Volstead, la Prohibición, como quieran llamarlo, no
matará al país. Lo hará más fuerte.
-¿Cómo Canadá?
-Bueno, quizá no... Si lo
permitimos. Si no se da la cara para defender la ley.
-¿Cuánto crees que dure?
-En Hungaria apenas duró seis
meses.- comentó Alphonse. –El gobierno no lo soportó.
-¿Y el nuestro? ¿Crees que lo haga?
Alphonse no respondió. Le dio un
trago a la botella y se la pasó a Mae. Ambos guardaron silencio algunos
minutos. Pasaban treinta minutos de la media. Oficialmente era 17 de enero de
1920. Primer día de la Prohibición. Y Mae se sorprendió cuando, de repente,
Alphonse empezó a cantar:
Four and twenty
yankees, feeling very dry,
went across the border
to get a drink of rye.
When the rye was
opened, the yanks began to sing:
God bless América, but
God save the king.
Permanecieron un rato más en
silencio y, poco antes de la una, Alphonse decidió que debían marcharse. Se
pusieron de pie cuando los sorprendió la ráfaga de disparos que se escuchó a lo
lejos.
Ambos se tendieron sobre el techo
del vagón y voltearon hacia donde habían escuchado los disparos. Otras ráfagas disparadas
al aire les permitieron descubrir a un grupo de hombres armados con
ametralladoras descendiendo de un par de autos que se acercaron a un par de
vagones todavía enganchados a una locomotora.
-¿Qué están haciendo?- preguntó
Mae.
Alphonse los siguió con la mirada
atentamente mientras los asaltantes sometían al maquinista y a un vigilante. Y
cuando abrieron por la fuerza uno de los carros, el reflejo de las luces de los
autos le permitió reconocer los logotipos de cajas para transportar whiskey.
-Al, ¿qué hacen?- volvió a
preguntar Mae.
–Volviéndose más fuertes.- respondió él,
esbozando una sonrisa.
Ambos siguieron atentos al asalto
y se retiraron sigilosamente cuando las sirenas de la policía se dejaron
escuchar a lo lejos.
* * *
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