Debo aclarar algo desde ahora: no me gustó mucho la
nueva adaptación de It al cine, la cual, realmente, es la primera interpretación
de esta novela en película, pues aquella famosa historia que todos vimos en los
años 90 era en realidad una miniserie de televisión, reeditada y
distribuida por Videovisa como una película de tres horas, empacada en dos
videocasetes VHS. Es clara la confusión porque esta obra realmente ponía en
alto el concepto de miniserie de alto presupuesto, con actores de renombre como
John Ritter, Annette O'Toole y Harry Anderson, jóvenes promesas como Jonathan
Brandis y Seth Green, junto con la leyenda del escenario Tim Curry, además de
un ritmo narrativo sencillo y directo por parte de su director, Tommy Lee
Wallace, efectos especiales elegantemente limitados por los recursos de su época
y el medio, y en general una obra que enamoró a toda una generación.
En cambio, para esta nueva versión tuvimos un brazo
cercenado, litros de sangre en el baño, un visión de la década de los 80 que
nos recuerda lo ridícula que fue realmente, y un Pennywise saltando de una
pantalla durante una proyección de diapositivas y que en general bailaba entre
lo absurdo y lo grotesco de una forma tan inquietante que inevitablemente se convirtió
en meme. Pero esta columna no es sobre Eso. Bueno, no de esa forma.
Es sobre aquellas ocasiones que vimos esta película en
nuestras videocaseteras en casa o a través de la televisión más de una vez, estando
solos, en familia o en compañía de amigos que disfrutaban tanto como nosotros
las maldades de Pennywise y el ingenio y fuerza de voluntad del Club de Los Perdedores
para enfrentarlo en dos ocasiones distintas, a casi treinta años de distancia y
siendo la segunda la más complicada porque, con treinta años encima, la vida se
ve diferente. Se añora los años más jóvenes y las experiencias vividas entonces,
púes las actuales se sienten más solitarias y vacías. Se busca a los amigos de
antaño, pero dejamos los mensajes escritos a la mitad o el teléfono a medio
marcar porque creemos que nadie responderá al otro lado ya que, igual que
nosotros, esos amigos ven la vida mucho más diferente.
Así que, treinta años después estas en una sala de
cine, solo, esperando que empiece una película que opera en ti más por un
efecto de nostalgia que por auténtico interés, viendo llegar a un grupo de
jóvenes púberes que se lanzaron también a ver la película saliendo de sus
escuelas y ahora ocupan la mitad de una fila con comentarios estúpidos,
carcajadas, aventándose las palomitas entre si y otras actitudes juveniles que,
a mi edad, ya encuentro fastidiosas. Y mientras se desarrolla la historia de un
monstruo que acosa niños y tiene el pésimo gusto de disfrazarse de payaso, piensas
que definitivamente la vida ha cambiado y nada volverá a ser igual, tanto por
el evidente paso de los años como por los subjetivos cambios de valores y
perspectivas. En general ahora sí estas solo, viendo una película.
Entonces algo ocurre cuando termina la película. Todos
esos muchachos, inquietos y ruidosos, empiezan a llamarse a sí mismos
Perdedores, como los siete niños de la película, reunidos por la casualidad,
con un enemigo en común y fortalecidos por las circunstancias. Se llaman Perdedores
y se reúnen en un abrazo a mitad de la fila, mientras los créditos ruedan en la
pantalla y la gente abandona la sala. Yo, en cambio, no puedo moverme de mi
lugar y dejar de observarlos atentamente, pensando en esencia que ellos están
llegando mientras yo y muchos más vamos saliendo. Ellos se quedarán y recordaran
este momento cuando yo y muchos más ya no estemos aquí.
Contrario a lo imaginado la sensación ante esa idea no
es desesperada o frustrante, es más bien pacífica. Y mientras esos perdedores
abandonan la sala, dejándome sólo en la oscuridad, pienso en las líneas que el
propio King escribió en It: Pensar que la infancia tiene sus propios secretos
dulces y que confirma la mortalidad y que la mortalidad define todo el valor y
el amor. Pensar que lo que ha mirado adelante también tiene que mirarlo atrás y
cada vida hace su propia limitación de la inmortalidad.
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