En mis años de preparatoria cursaba la materia de
historia bajo la guía del profesor Nicolás Fernando, en el CCH Naucalpan. Como
a muchos nos pasa, hay varias clases y maestros que recuerdo de ese tiempo, por
diferentes razones. En el caso del profesor Fernando se trataba de dos aspectos.
El primero era que su línea de enseñanza de la historia se basaba en el
análisis de los modelos socioeconómicos en cada fase de las civilizaciones
humanas y su influencia dentro de las mismas. Dicho de manera más simple; la
historia la define el dinero.
El segundo aspecto fue que, para aprobar su clase a
final del semestre debíamos presentar el reporte y análisis de un evento
histórico sucedido en México durante la segunda mitad del siglo XX. En ese
entonces, con el movimiento zapatista en boga y moda, muchos compañeros de la
clase escogieron el levantamiento del EZLN o eventos más populares y
característicos de alumnos universitarios, como el movimiento estudiantil del
68. Por mi parte, yo escogí el terremoto de 1985.
Realmente no guardo muchos recuerdos propios de aquel
siniestro. Viviendo entonces en la periferia de la Ciudad de México, donde Santa
Fe era el lugar donde daba vuelta el aire, el temblor no se sintió con tanta
fuerza. Incluso me enviaron a la escuela ese día después del sismo mientras mi
padre, viviendo entonces en el centro de la ciudad, se afanaba para encontrar el
orden en ese caos. La vida siguió durante ese día y los siguientes, sin que yo
comprendiera en realidad la magnitud de lo que había sucedido y de las acciones
de rescate, la organización del pueblo para apoyarse mutuamente y las
cicatrices que esto dejaría en toda la ciudad. Tal vez por eso escogí este tema
para mi trabajo de historia, pues realmente no conocía mucho de aquel famoso terremoto.
Aun con un ligero asomo de Internet en ese tiempo,
realmente no existía tanta difusión de la información, así que sumergirse en
los archiveros indexados de la Biblioteca México era obligatorio, además de que
era el único lugar que conocía donde había periódicos de la época. Me sumergí en
notas periodísticas, reportajes, noticias de los días posteriores al terremoto,
crónicas, columnas y reflexiones; reportes de apoyo insuficiente, donaciones
malversadas, edificios que dejaban en evidencia su abaratamiento de materiales,
pobre mano de obra y permisos de construcción comprados por debajo de las mesas;
historias de heroísmo cargadas de sentimentalismo mediático y en medio de referencias
al terremoto de 1957, el surgimiento de Marcos Efrén Zariñana La Pulga y Los Topos de Tlatelolco, los grandes planes para la reconstrucción
de la ciudad y la implementación de métodos de prevención, junto con seguros
inmobiliarios retenidos por tecnicismos.
Mentiría si dijera que a raíz de este trabajo escolar
me volví una persona consciente de la situación precaria que vive nuestro país
en materia de prevención ante desastres naturales, pero sí trato de participar
en los simulacros que se me presenten y creo que, a partir de ahora, prepararé
a conciencia mi mochila de 72 horas, pero esta investigación sí sembró en mí
una idea que ahora he hecho consciente a raíz de este nuevo terremoto, a
treinta y dos años de distancia del que, hasta entonces, me parecía el mítico Temblor
de 1985. Y es que los temblores, los incendios, las inundaciones y muchos otros
desastres, son obra de la casualidad y la naturaleza. Pero las tragedias son
obra de las personas.
Tal vez ahora tengamos más canales de comunicación que
hace treinta años, pero el nivel de desinformación parece ser el mismo que fue
entonces. La desorganización en los centros de acopio, el exceso de donaciones
perecederas, los intereses políticos y económicos, los seguros inmobiliarios
cuestionados, las construcciones mal realizadas que se derrumban junto con evidencias
de corrupción, la falta de cultura de prevención, las historias pre-generadas de
valor humano y el lento descenso al desinterés general a una semana del
siniestro también parecen ser los mismos de 1985.
Por otro lado las auténticas historias de heroísmo anónimo,
el valor y sacrificio cívico de una sociedad que ayudó a los suyos en la medida
de sus posibilidades y hasta más, los esfuerzos en medio de los escombros, la
lluvia y el desvelo a favor de desconocidos, tampoco parecen haber cambiado o
disminuido. Así que realmente no sé cómo sentirme con respecto a esta falta de
cambios sustanciales: complacido o consternado. Tal vez lo sepa con seguridad
dentro de algunos años. Aunque, sinceramente, espero no averiguarlo nunca.
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