La primera vez que conscientemente vi una película de Gene Wilder en cine fue en 1989, cuando se estrenó See No Evil, Hear No Evil, traducida en México como Ciegos, Sordos y Locos. Y recuerdo haberme divertido bastante, aunque actualmente no recuerdo muchos detalles de la película. En esos años ubicaba más a su coestrella, Richard Pryor, por sus roles en Superman III y The Toy. También comprendan que apenas tenía 12 años, reconocer y seguir actores ya era una anormalidad en un niño de esa edad.
A esa edad tampoco había visto Young Frankenstein, The Producers y Blazing Saddles (por lo cual también puedo confirmar que no conocía el trabajo de Mel Brooks), The Little Prince, The Frisco Kid o The Woman in Red. Y es que si, durante mediados de los 70 y la década de los 80, uno perdía la oportunidad de ver estas películas en cine, quedábamos sometidos a la voluntad de la televisión abierta y a la naciente industria de la renta de videos Beta.
Entonces, en alguna repetición sabatina de canal cinco, vi Willy Wonka y la Fábrica de Chocolate.
Uno, como consumidor y (con los años) creador de ficción, puede identificar en algún momento las obras o, en este caso, personajes que cambian nuestra perspectiva de un género, o incluso de la vida misma. Y realmente considero que el Willy Wonka de Wilder rompe todos los cajones donde se ha intentado ubicarlo durante más de 40 años. Fue el Willy Wonka que me acercó a la obra literaria de Roald Dahl, a uno de soundtracks más emotivos de su época y al cine como medio de interpretación con un lenguaje particular.
Claro que eso fue con el paso de los años. Verla por primera vez fue quedar prendado por sus canciones, incluyendo el monótono ritmo de los Oompa Loompas; su diseño de producción, que incluyó un psicodélico viaje en bote que sigue acosando mis sueños; y una actuación que se balanceaba entre el engaño, la verdad a medias, la guía de una vida ética, la furia, la diversión y la sincera demencia.
El trabajo de Gene Wilder siguió apareciendo en mi camino en más de una ocasión, demostrándome la que considero una gran verdad de la actuación: los mejores intérpretes desaparecen ante sus personajes. Por eso, tal vez, durante muchos años no conocí otras facetas de Wilder como director, novelista y fuerte promotor de la concientización del cáncer de ovarios y otras actividades humanitarias. Muchos menos sabía que su nombre verdadero era Jerome Silberman y que padecía alzheimer.
No, honestamente creo que recordaré a Wilder más como un tendero sordo que engañaba a la gente haciéndole creer que podía escuchar; un ferviente rabino que se negaba a cabalgar durante del sabbat; un científico medio loco que se apuñala asimismo ante sus exasperantes alumnos; un figurativo zorro que busca que lo domestiquen; una tortuga falsa llorona y, finalmente, un chocolatero que me enseñó, una mañana de sábado (y después, en varias ocasiones y cuando es importante), que la vida no sólo se trata de conseguir lo que más se desea, sino de saber ser feliz con ello.
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