Una Iglesia |
ABSOLUCIÓN
Ángel Zuare
- Ave María purísima-, dijo la voz
a través de la oscuridad y la rejilla del confesionario.
-Sin pecado concebida- respondió
el hombre cerrando la puerta del confesionario y acomodándose de rodillas en el
estrecho espacio que le correspondía. -Bendígame Padre, porque he pecado- dijo
al tiempo que se persignaba. Dando su cara a la rejilla, esperó a escuchar la
voz del sacerdote del otro lado. Pero ninguna voz se dejó oír y, por la
oscuridad, no alcanzaba a vislumbrar nada en la otra sección del confesionario.
-¿Padre?- preguntó de nuevo. Afuera
del confesionario, el sol caía a través de las ventanas del lado este de la
iglesia, bañando de luz la nave central, los cirios y veladoras, las figuras de
los santos en sus plataformas, a lo largo de los muros de las naves laterales,
el altar, los retablos dorados y la figura del Cristo en la cruz.
-Padre…- volvió a preguntar el
hombre.
-El Señor esté en tu corazón para
que puedas arrepentirte y confesar humildemente tus pecados…- fue la respuesta
que brotó de la oscuridad, tras la rejilla del confesionario.
-Señor...- prosiguió el parroquiano.
-Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.
La luz del sol brillaba más
intensamente mientras acariciaba las bancas de la iglesia y algunas corrientes
de aire entraban por las puertas principales, arrastrando partículas de polvo
que, al recibir los rayos del sol mientras flotaban sin rumbo, lanzaban
destellos brillantes.
-Mi última confesión fue hace
seis meses. Y pido perdón a Dios por lo que he hecho...
El silencio dentro del confesionario
sólo era interrumpido por los sollozos y moqueos del hombre. -Continúa- pidió la
profunda voz del otro lado de la rejilla.
El polvo que flotaba por la nave
central de la iglesia pareció detenerse repentinamente, aun brillando ante la
luz.
-Le prendí fuego a la escuela,
padre…- declaró el feligrés, quien empezó a llorar. –Fue hace unas horas… Hace
un día… Hace… Lo inicié en el sótano, para que el fuego, al crecer, cerrara la
entrada… Y nadie pudiera salir… Nadie salió, padre.
La luz del sol que entraba por
las ventanas se movió rápidamente hasta el crucero de la iglesia, frente al altar.
De este punto se propagó hacia todos los rincones de la iglesia. Desde la
girona hasta las naves laterales y los transeptos, cubriendo cada espacio entre
las bancas y bajo las fuentes de agua bendita y la bautismal.
Dentro del confesionario, el hombre,
con su cabeza agachada, guarda silencio, interrumpido sólo por su pesada
respiración. Su llanto se ha detenido y frotaba sus manos entre sí. -Continúa-
pidió de nuevo la voz tras la rejilla.
-Ella no iba a escucharme de otra
manera… Nunca escucha a nadie que no sea a esos niños gritando... Nunca escucha
a nadie... Aunque, realmente, nadie me escucha a mí de cualquier modo… Nadie me
escucha…
La madera de las bancas empezó a ennegrecerse
y la luz, reflejada sobre los acabados dorados del altar, los retablos y el
sagrario, alcanzó los murales que adornaban los arcos de las naves laterales.
La pintura de estos empezó a gotear lentamente hacia el suelo.
-Y me quedé ahí, pero no para
observar… No les di la espalda, pero jamás levanté la vista… Sólo miraba sobre
el suelo los reflejos de las llamas y las sombras que corrían frente a las
ventanas... Escuchaba los objetos que caían o se consumían con el fuego, junto
con los gritos que crecían hasta la locura y luego se callaban.
La pila de agua bendita empezó a
desbordarse sin control y los fragmentos de los vitrales sobre el retablo empezaron
a moverse, uno contra otro. Las esculturas de los santos empezaron a moverse,
lanzando gestos y miradas suplicantes al cielo con sus ojos grotescamente
blancos. Algunos gritaban en profundos ecos mientras se arrancaban sus atuendos
o cubrían sus rostros, que empezaban a disolverse como muñecos de cera.
El hombre había callado de nuevo
y todavía frotaba sus manos, que empezaban a desprender un polvo negro sobre el
piso del confesionario. -Continúa… Continúa…- susurró la voz tras la rejilla.
-No me quedé a observar... Me
quedé a esperar que alguien llegara… A que ella llegara…
Las losetas del piso de la
iglesia empezaron a levantarse, empujadas desde el fondo por una fuerza incorpórea.
-Pero nadie llegó... Nadie… Ni
siquiera para controlar el fuego… Comenzó a expandirse sobre los tejados de las
casas vecinas… A través de la calle, llevado por el viento… Y nadie…
-Continúa…
Los pilares cruciformes empezaron
a torcerse y doblarse en formas extrañas, mientras la figura de Cristo se
desprendía de la cruz y posaba sus pies desnudos en el piso tambaleante, antes de
empezar a caminar lentamente hacia el confesionario.
-Continúa- le apresuró la voz.
-Nadie vino… Ni siquiera ella
porque…
La figura temblorosa del Cristo
llegó hasta la puerta del confesionario, dejando un rastro de sangre y cerámica
sobre el suelo.
-Porque…
-Continúa…
-No llegó porque…
El Cristo apoyó una mano
descarnada sobre la puerta y acercó su rostro sanguinolento para susurrar algo,
con una voz que parecía arrastrarse sobre la superficie de madera del
confesionario:
-Porque ella también estaba
adentro.
El hombre volteó al escuchar la
voz al otro lado de la puerta y se llevó las manos a su boca para no gritar. Pero
entonces vio que estas estaban enrojecidas y casi carbonizadas. Tal como se
veían las de ella mientras golpeaba las ventanas desde adentro, entre las
llamas y gritándole su nombre.
-Tú tampoco escuchas- dijo la voz
del Cristo al otro lado de la puerta.
-Padre…- susurró el hombre entre
sollozos y lágrimas negras. -…Me acuso también de todos los pecados que no
recuerdo… Jesús, Hijo de Dios, apiádate de mí, que soy un pecador…
Desde la rejilla del confesionario
una mano delgada, fría y húmeda se apoyó sobre la cabeza del penitente. Un
líquido oscuro y espeso empezó a deslizarse sobre su cabeza.
-No te absuelvo de tus pecados… En
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
El hombre lanzó un alarido y se
arrojó contra la puerta del confesionario, abriéndola de golpe mientras corría
hacia la entrada de la iglesia, pasando frente a las figuras inmóviles de los
santos en sus pedestales, bajo los murales y vitrales intactos y ante la figura
del Cristo crucificado, frente al retablo. El hombre siguió corriendo hasta
perderse entre calles abandonadas, sin nadie que lo escuchara y hasta que sus
gritos se apagaron.
Y lentamente, por obra de una
corriente de aire, la segunda puerta del confesionario se abrió, revelando un profundo
vació y años de polvo acumulado en su interior.
* * *
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