Cada vez que un nuevo James Bond entraba en escena, obligándome
a reestructurar mi jerarquía de los actores que han interpretado al agente
secreto, cuando debo definir mi preferencia entre Connery, Brosnan, Dalton,
Craig, Lazenby e incluso Niven y Nelson, hay una constante que permanece
siempre; Roger Moore siempre es de
mis menos preferidos. Aunque no menos que Nelson. Nelson fue horrible.
Hay una buena razón para esto, no se apuren a buscar
donde crucificarme. Es cierto que Moore fue un James Bond digno, el favorito de
muchos (aunque no creo que de la mayoría de los fans) y con un valor icónico particular
dentro de la mitología del personaje. Sin embargo, en mi caso particular,
considero que había un papel que Moore podía interpretar mucho mejor que a
James Bond: Simon Templar.
Yo tenía diez o doce años, no recuerdo exactamente,
pero era la época en que cada fin de semana debía pasarlo con mi padre en la
casa que compartía con mi abuela, sin mucho que hacer realmente más que ver
televisión. Una ocasión, las circunstancias hicieron que me quedara todavía el
lunes siguiente. Y fue por la tarde de ese día que vi por primera vez un
capítulo de El Santo en una de las incansables repeticiones que manejaba el
Canal Cuatro en esos años.
Bueno, no sobra decir que la serie me abrió los ojos a
un mundo de ambientes cosmopolitas y misteriosamente mediterráneos dentro de su
fotografía en blanco y negro y música orquestal, conducido de la mano por un
personaje carismático, intrépido, elegante, nunca desalineado y jamás
despeinado, siempre presentado por un tercero como el famoso Simon Templar, dando pie a la música de entrada de la
serie y al halo blanco apareciendo sobre la cabeza de Moore, quien lucía esa sonrisa suya tan característica.
Las tardes entre semana de los meses siguientes se convirtieron
en una rutina de llegar de la escuela, comer, hacer rápidamente la tarea y
sentarse a ver un episodio más de El Santo en nuestra televisión de
antena de conejo, dentro de un departamento pésimamente ubicado para captar
cualquier tipo de señal análoga, tanto que si el universo estaba de acuerdo yo podía
ver el capítulo completo sin ninguna clase de interferencia. Pero la mayoría de
las veces se trataba de escuchar la voz de Carlos
Rotzinger como Simón Templar en una pantalla plagada de estática. En esas circunstancias
El
Santo se convertía en una clase de radio drama que igualmente
encontraba fascinante.
Y es que El Santo siempre me impresionó mucho
más que James Bond en aquellos aspectos tan emblemáticos de ambos personajes.
El Santo tenía más ingenio para utilizar los recursos a su disposición, mucho
más limitados que los de Bond; elegante si la situación lo ameritaba o con la
ropa adecuada para la campiña inglesa, la infiltración o la vigilancia, con un
guardarropa que en su mayoría pertenecía al propio Moore; situaciones más
mundanas y sin villanos megalómanos buscando conquistar el mundo, solo contrabandistas,
secuestradores, chantajistas o falsificadores que tenían la mala fortuna de
cruzarse en el camino del que considero el mayor ejemplo del aventurero
sofisticado y detective diletante de los años sesenta. En serio, ¿cómo podría
encontrar interesante los vehículos del Bond de Roger Moore si El
Santo tenía su Volvo P1800, y me refiero realmente SU Volvo, otorgado
por la compañía automotriz a la producción de la serie y un modelo especial
para el actor.
Roger
Moore era El Santo y El Santo era Roger Moore, quien batalló por conseguir los derechos de los libros
de Leslie Charteris para producir la serie durante siete años, trabajo por el cual
rechazó el papel de James Bond en dos ocasiones. Tal vez esa pasión y apego a
un proyecto personal fue lo que cada tarde el Canal Cuatro me transmitía durante una hora, con o sin interferencia.
Porque realmente muchos quieren (y pueden) ser James Bond.
Pero no cualquiera puede ser el famoso Simon
Templar.
Entra la música y el halo sobre la cabeza.
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