Si bien es cierto -como mencioné la semana pasada- que
el cine Hipódromo Condesa fue el más
importante de mi infancia y pre-adolescencia, también es verdad que no fue mi
primera sala de cine. Creciendo en la zona centro de la Ciudad de México, entre
comerciantes ambulante, boneterías, calles hundidas y convertidas en
camellones, iglesias en cada esquina y un kínder que casi es aplastado por un
edificio durante el terremoto del 85, había un amplio catálogo de cines para
escoger: el afamado Real Cinema, el
popular Palacio Chino, el Arcadia, el Ciudadela, el Alfa y Omega.
Para mi buena suerte, mi primer cine fue el Teresa.
Ubicado convenientemente sobre el eje Lázaro Cárdenas
-aún conocido entonces por muchos como San Juan de Letrán- y a dos cuadras de
mi casa –todavía más conveniente-, el Cine
Teresa fue el primero en mi memoria, así como el más grande, magnífico y
glamoroso del que tengo recuerdo. Fue el referente obligado de muchos para
medir la calidad de las salas de proyección en nuestra ciudad. Aún guardo
memorias de su enorme sala, tapizada con una gruesa alfombra roja que atrapaba
mi atención al entrar y salir de ella; una galería igualmente impresionante y
la gruesa cortina vertical que cubría la pantalla, enmarcada con imitaciones de
pilares griegos en los costados y figuras de estilo grecorromano en la parte
superior, brillando casi oníricamente con las luces de la sala, que se apagaban
lentamente antes de iniciar la función.
¡Y qué funciones llegué a ver en el Teresa! Recuerdo que ahí vi mi primera
película: Dumbo. También recuerdo con
mucho placer haber visto ahí El Regreso del
Jedi, única cinta de la trilogía original de Star Wars que vi en su época de estreno y directamente en un cine.
Tal vez por eso me agradan tanto los Ewoks;
en esos años, para mi eran enormes osos de peluche sobre una pantalla gigantesca,
¿cómo no iba a sorprenderme? Realmente esos momentos en el Teresa estaban llenos de un sincero placer infantil, mientras,
afuera, el matrimonio de mis padres se deterioraba.
Pero el mejor recuerdo que guardo del Cine Teresa fue cuando mi padre me llevó a ver Alien… Y Aliens. Ambas. El mismo día.
Con el divorcio de mis padres consumado y los fines de
semana dedicados a mi papá, fue una tarde de sábado en la que él me llevó a
este cine para ver una función doble, práctica común en ese cine y varios más
en la ciudad. Lo que no era común era el programa de ese día: las primeras
cintas de la serie Alien, una proyectada después de la otra. Las visiones de Ridley Scott y James Cameron en secuencia; la aproximación más exitosa del terror
en la ciencia ficción; John Hurt retorciéndose
sobre la mesa mientras la criatura destroza su caja torácica y Lance Henriksen partido en dos por la
reina Alien; el concepto del futuro
gastado y los marines súper-armados, así como mi introducción a Ellen Ripley y Dwayne Hicks. Experiencias apenas separadas por un intermedio de
quince minutos para comprar más refresco, palomitas y darme tiempo de
reponerme. Ya en la noche, impresionado, asustado y prometiéndome no decirle a
mi mamá la clase de películas que me dejaba ver mi papá, salimos del Cine Teresa hacia las luces nocturnas
del Eje Central y la gigantesca marquesina que rezaba El Cine del Centro Histórico.
Víctima del avance despiadado de las cadenas de multicinemas y una economía decadente, la época porno del Cine Teresa pasó sin que pudiera conocerla realmente. El glamour de su marquesina y su taquilla principal se desvaneció con los años, convirtiéndose finalmente en una plaza comercial de artículos inocuos y conservando del pasado una base estructural protegida por el gobierno y un nombre que, pensándolo bien, ni antes ni ahora he conocido el motivo de su origen.
En serio, ¿alguien lo sabe?
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