Publicado
originalmente en Reino Geek (20 nov 2012)
Una gran verdad en mi vida es que no conozco a Terry Gilliam. Sí, a Terry Gilliam, el cineasta, actor, director, animador y miembro del grupo
de comediantes surrealistas ingleses Monty
Python, y director de muchas de las
películas más importantes del género fantástico de la segunda mitad del siglo
XX.
Es cierto, no tengo el gusto de conocerlo, pero no lo
malentiendan. Conozco bien el trabajo de Terry
Gilliam: sus segmentos animados
realizados para el programa de televisión ingles Monty Python's Flying
Circus y para la película Monty Python's The Meaning of
Life (El Sentido de
la Vida), además de su trabajo como director en las películas Brazil
(1985), Las Aventuras del Baron Munchausen (1988), 12 Monos (1995), Fear
and Loathing in Las Vegas (1998) y El Imaginario del Doctor Parnassus
(2009). También sé que se naturalizó como británico en 1968 y que en el 2006
renunció formalmente a su ciudadanía norteamericana. Colaboró con trabajo
fotográfico para la revista satírica Help!
e inició su carrera como director con la cinta Time Bandits (1981).
No, a lo que me refiero es que nunca he visto (o tengo
conciencia de haber visto) alguna fotografía de Terry Gilliam, o haberlo visto actuar junto a John Cleese, Eric Idle, Terry Jones y otros miembros de los Monty Python. Porque en algún momento
debí haberlo hecho, pero nunca he desarrollado en mi cabeza el concepto de; ese
es Terry Gilliam, a diferencia de
otras ocasiones en que me he dicho; ese es Steven
Spielberg, George Lucas, Bryan Singer, Christopher Nolan, Henry Selick, Tim
Burton, Jean Luc Godard, Carlos Carrera, Luis Estrada, George Romero, Stanley
Kubrick, Pedro Almodovar, Martin Scorsese,
Darren Aronofsky, Roger Corman y recientemente Michel Franco.
¿Cuándo ocurre que la apariencia de un artista se
vuelve parte de su valor como icono? ¿En qué punto nos damos cuenta que no
logramos visualizar a Spielberg sin
su barba de meses, a Lucas sin sus
camisas de franela, a Hitchcock sin
sus trajes a la medida, o a Stephen King con su mirada demente a través de
sus lentes de fondo de botella? ¿Cuándo se dan casos en que la falta de estilo
se vuelve un estilo por sí mismo, como los pantalones de mezclilla y las
chamarras deportivas de Bryan Singer, las bolsas bajo los ojos de Stanley Kubrick o los sacos y barba cerrada de Wes Craven?
¿Y dónde quedan los casos como Terry Gilliam (o el
productor de televisión Richard Raynis, a quien también admiro mucho)
ante personas como yo, quienes admiramos su trabajo fervientemente, pero que seriamos
incapaces de reconocerlo si lo encontráramos en la calle? ¿Acaso pesa esa
imagen de figura pública en sus respectivas carreras? ¿Serían mejores o peores
creativos si su imagen apareciera o no en todas las revistas o en televisión? ¿Cambiaría
en otro sentido mi concepto de Gilliam
(desde el precepto básico de si es más joven o viejo de lo que esperaba) si
viera una foto de él ahora? ¿Buscar una fotografía de él en Internet? Por
supuesto que podría, pero a estas alturas prefiero quedarme con la idea de que,
si algún día llego a conocerlo en persona, le preguntaré sobre todo esto…
La bronca será reconocerlo…
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