Publicado originalmente en Cultura Comic (4 oct. 2010)
Recién terminé de leer varios volúmenes de comics
de Sandman.
Gracias a Ignacio Loranca, por prestármelos contra mi
voluntad. No se preocupen, no enlistaré las características que hacen de Sandman
un comic increíble, ni porqué Neil Gaiman es uno de los mejores narradores
contemporáneos, y que debe ser leído por todo el que se considere lector de
comics o literatura de géneros, nada de eso. Más bien me voy a detener en aquella
discreta advertencia que va en la portada de este tipo de comics, como si de
cajetilla de cigarros o botella de tequila se tratara: Recomendado para lectores maduros.
Me encanta la ambigüedad de la frase, no sólo
por tratarse de una recomendación,
sino por la idea del lector maduro. ¿Cuándo se le puede considera maduro a un lector de comics? En
términos más generales; ¿cuándo se le puede considerar maduro a un lector de comics, literatura de géneros, películas
clase B? Un freak, vaya. Obviamente no hablamos de la reglamentaria línea de
los 18 años, que marca el inicio de la vida adulta. No, aquí nos referimos a
algo más vinculado con la naturaleza de cada individuo y que no reconoce edades
biológicas. Después de todo, conozco niños de 13 años con gran sabiduría de la
vida y personas de 40 años a quienes la inmadurez les queda chica.
Para algunos de nosotros, freaks, el madurar
puede significar dejar de comprar la edición mensual del Hombre Araña
para adquirir el último álbum (porque en Europa son álbumes) de Giménez o la edición absoluta de Watchmen
o Mauss.
Ojo, no hablamos de dejar de comprar una serie regular para adquirir algo
mejor, algunos todavía pueden comprar el Hombre Araña, pero que Dios los
proteja si sus amigos lo ven leyendo comics de superhéroes.
Hablando de libros, en este caso se puede negar
haber leído libros de Stephen King, Anne Rice o Lovecraft porque Clive Baker, Dan Brown o Pérez Reverté son mejores. O en el cine
repudiar a Spielberg y Lucas por sus ideas sobre ufología y
mercadeo, respectivamente. Lo cierto es que hay infinidad de razones para
repudiar a ambos, más allá de sus ideologías particulares.
Otros despiertan un día y descubren que aquel
gran maestro, gurú o mentor que han estado siguiendo o trabajando con él por
años, en realidad tiene problemas mentales y decide alejarse de él, antes de
que comprometa su trabajo, los estafe económicamente o, en el más bizarro de
los casos, terminen dentro de alguna secta o empresa motivada por más buenas
intenciones que por capital bancario.
Aquí notamos un factor común: El rechazo. Negar
tres veces al maestro antes del alba. Pero a diferencia de la falta de Pedro, negar
un poco de aquello que disfrutábamos en nuestra niñez no es algo de que avergonzarse.
El caso se torna grave cuando el freak se aleja de todo aquello que le
proporcionó alegría, alegando: Yo no leo
comics, libros de ciencia ficción, terror o fantasía, ni veo películas
comerciales, series de televisión o caricaturas. Ahora sólo leo a Katzenback y
veo el cine de Jean Luc Godard en las muestras de la Cineteca.
Porque, de nuevo, el problema no está en la
negación, sino en el inevitable regreso que sufrirán estas personas cuando se
vean una tarde buscando videos de Dragon Ball en You Tube, desempolvando sus comics y libros viejos o guardando para
siempre sus juguetes favoritos cuando nazca su primer hijo o éste aprenda a
caminar.
Comparándolos con cuerpos celestes, algunos
podrían considerar que un freak
maduro es como una órbita perfectamente redonda y que nos mantiene a una
distancia prudente de aquello que podría consumirnos, pero necesitamos para
vivir. Yo pienso, en cambio, que el freak
maduro puede ser como una órbita elíptica, que nos acerca lo suficiente para
dejarnos quemar un poco por aquello que disfrutamos y que después nos aleja lo
suficiente para recuperarnos y mantener la cabeza fría. La analogía es perfectamente
justificada; acabo de ver Agora, en cines. Y la próxima
semana, Piraña.
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