"Despiertas como un gigante" |
CINCO MINUTOS MÁS
Ángel Zuare
No hace mucho tiempo, en una fría
mañana de agosto y luego de un sueño intranquilo, Martín giró sobre su cama para
alcanzar su despertador. “Cinco minutos más” pensó, antes de revolverse de
nuevo entre las sábanas. Despertó cuando su cabeza y sus pies chocaron en muros
opuestos de la habitación. En esos cinco minutos se había convertido en un
gigante de casi ocho metros de altura. Se levantó tan visiblemente agitado que su
cabeza golpeó contra el techo y los pies de su cama cedieron ante el nuevo
peso.
No entraremos en detalles sobre cómo
Martín se contorsionó para salir por la puerta de su habitación, o de cómo se
improvisó un taparrabo con las cortinas de su sala para cubrir su vergüenza, ni
de cómo se arrastró por el pasillo central de su casa hasta alcanzar la puerta
de su jardín, donde se sentó para analizar la situación. ¿Fue algo que comió? ¿Algo
que bebió o inhalo? ¿Algo que hizo o dejó de hacer? ¿Algún envidioso del
trabajo o en la familia? ¿Hechicería o mordedura de algún bicho radiactivo? Después
de llorar un par de horas sin hallar la solución, se ajustó bien el taparrabo
con las líneas del tendedero y se encaminó a su trabajo, pues ya tenía
acumuladas dos amonestaciones por llegar tarde. En pocos minutos y a grandes
zancadas cubrió la distancia que en auto le tomaba una hora, pero esta vez la
llamada de atención fue por no presentarse con traje y corbata.
Por obvias razones Martín no pudo
seguir en el departamento de contaduría; las teclas de la computadora le quedaban
chicas. Lo despidieron haciéndole firmar su carta de renuncia voluntaria con la
huella digital de su pulgar derecho, casi cubriendo toda la hoja. Tuvo suerte de
hallar una empresa de construcción que estuviera contratando. Martín ingresó a
las obras magras, levantando sacos de cemento con una mano y manojos de
varillas con la otra. Obviamente un obrero no sindicalizado no ganaba lo mismo
que un contador, y Martín no pudo seguir pagando la renta de su casa. Se vio obligado
a dormir algunas noches bajo los puentes de la avenida Río San Joaquín, acostumbrándose
a las luces y ruido de autos arrancando sin control a las tres de la mañana.
Los noticieros enloquecieron con
la novedad de su situación durante un tiempo, buscándole para entrevistarlo a toda
hora, pero poco después llegó la polémica por la reforma energética y la
noticia de Tom Cruise saliendo del closet. Finalmente fueron olvidando al Gigante de San Joaquín, como le habían
llamado. Sus compañeros de trabajo y de fiesta los fines de semana lo
desconocieron en poco tiempo. Y Martín, lentamente, se fue quedando solo.
A veces se quedaba hasta tarde en
las obras, hablando con el velador y tomando café, uno en su taza y el otro en un bote de lámina,
a veces acompañados por otros obreros e incluso el maestro de obras. Cuando
empezó a ayudar también en los turnos nocturnos, principalmente para prevenir
accidentes por el frío y la oscuridad, como agradecimiento todos los empleados
y obreros de la empresa le consiguieron un overol de mezclilla a su tamaño, hecho
de retazos de otros pantalones similares, y una playera hecha de lona que
habían conseguido de un anuncio espectacular para una tienda de ropa.
Cuando ayudo a despejar un accidente
de tráfico donde estaba involucrado un camión que transportaba caballos para un
circo, el maestro de ceremonias le agradeció con una lona gigante de mediano
uso, que Martín usó para guarecerse cuando empezaron las lluvias. También en el
circo conoció a Medea, la trapecista. Y cuando el circo llegaba a la ciudad,
dos veces al año, se les veía platicar largo tiempo juntos, bajo los puentes de
Río San Joaquín.
Con el paso de los meses Martín
se convirtió en capataz de obra y supervisor, con un mejor salario para mandarse
a hacer ropa a su medida y alquilar una abandonada bodega de alimentos, que
acondicionó como vivienda. Una noche, visiblemente nervioso, le pidió matrimonio
a Medea, a lo que ella aceptó saltando hasta su cuello y abrazándolo
alegremente. Se casaron una cálida mañana de septiembre, en el patio frente a la
iglesia del pueblo natal de Martín.
Una fresca mañana de enero, luego
de una larga jornada de trabajo, Martín despertó bajo las sábanas gigantes que
les habían regalado en la boda y en medio del colchón armado con doce de tamaño
king size. Por un momento se preguntó
si todo a su alrededor realmente se había ajustado o si acaso estaba soñando.
Giró para ver a Medea durmiendo junto a él. Ella le miraba con afecto y una
sonrisa, antes de depositarle un beso en los labios. Martin la abrazó con
ternura y se revolvió entre ella y las sábanas. “Cinco minutos más”, se dijo. “Sólo
cinco minutos más”.
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